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Humanidades, ciencias sociales: ¿Para qué?

Un buen ingeniero se mide por lo que construye; a un humanista a un científico social, por lo que produce. Tenemos muchas cosas para quejarnos de la realidad social y política actual; pero no asumimos la responsabilidad que nos compete.

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Por Carlos Gregorio López Bernal
Publicado el 13 de febrero de 2025


Vivimos una época asombrosamente contradictoria y contrastante. Disponemos de capacidades tecnológicas deslumbrantes en el ámbito de las comunicaciones y para explotar los recursos naturales. La medicina ha hecho tales avances y elevado la esperanza de vida a tal punto que hay países que ya tienen problemas de atención a adultos mayores, en tanto que las tasas de natalidad han disminuido al mínimo. Los medios de transporte han achicado el mundo, literalmente. Las comunicaciones basadas en internet han dado un salto gigantesco. Hoy día, una persona que tenga un teléfono celular e internet, tiene al alcance de sus dedos, la mayor cantidad de conocimiento imaginable, pero también de cultura: pienso para el caso, literatura y música, por ejemplo, gozar de un concierto que antes sería exclusividad de reyes y potentados. Visto de este modo, vivimos una época maravillosa.

Sin embargo, como Jano, la sociedad actual tiene un rostro oscuro, desconcertante y en casos extremos vergonzoso. Las capacidades tecnológicas de la humanidad han provocados desastres ambientales. Se producen tantos alimentos que un buen porcentaje se desperdicia, pero una buena parte de la humanidad pasa hambre o sobrevive con el mínimo. Acabamos de presenciar, literalmente en vivo, la tragedia de Palestina. Hace unos meses vimos el éxodo de ese pueblo y hace unas semanas su regreso a una tierra arrasada.

Peor nos va con la democracia; modelo de gobierno concebido en la antigüedad y discutible desde sus orígenes. Basta con leer a Aristóteles, que tan temprano advirtió de lo vulnerable y voluble que era. En los últimos 300 años se volvió a pensar en ella; se nutrió con ideas de la Ilustración, el liberalismo y el republicanismo hasta llevarla a su mejor punto. Sobrevivió a dos guerras mundiales, a los embates de los totalitarismos y los exabruptos de la guerra fría. A pesar de eso, hoy está en sus niveles más bajos: en muchos países, incluyendo el nuestro, la democracia fue la plataforma desde la cual se asaltó el estado de derecho, se violó la constitución y se entronizaron regímenes autoritarios de la peor laya, no importa si son de izquierda o derecha. En América, de norte a sur tenemos ejemplos dignos de una antología de las aberraciones políticas.

Cierto que no es primera vez que esto pasa; América Latina tiene una larga historia de dictaduras, pero antes se imponían por la fuerza; por algo eran los cuarteles el nido donde se empollaban. Hoy día no; gobernantes impresentables, se regodean de su ascenso al poder gracias al voto popular; cual impúdicas vedettes en la pista de baile disputan por el más alto ranking de popularidad. Exhiben sus despropósitos en X. Con absoluta impunidad hacen hoy, lo que abjuraban y condenaban antes. Y ningún estropicio parece suficiente. Hay un ansia de actualidad. Al absurdo de ayer debe superarlo el de mañana, sino dejaré de ser noticia.

Hay muchas explicaciones al fenómeno; la más corriente es culpar de los problemas de hoy a los gobernantes del pasado que defraudaron a las masas. Quizá el problema esté en las masas; no aquellas clasistas, rebeldes y luchadoras que imaginaban los revolucionarios de los setenta, sino las que pensaba Ortega y Gasset, las conformadas por individuos ordinarios, independientemente de su posición social. El hombre-masa es aquel que ha renunciado a su individualidad, al pensamiento propio y se diluye en un colectivo amorfo pero homogéneo en su intrascendencia. Es intrascendente por su conformismo y pasividad. Sin embargo, es terriblemente egocéntrico. Cuando el filósofo español pensaba el fenómeno, el mundo no tenía los recursos tecnológicos para elevar al hombre masa a su máximo nivel. Hoy los tenemos: se llaman redes sociales. Los ejemplos más chocantes de la pérdida de individualidad y de pensamiento crítico pululan en las redes sociales. Quizá solo el reguetón pueda condensar más tales carencias de ideas, sentido común y buen gusto.

No sería exagerado pensar que el ascenso de las redes sociales es inversamente proporcional al declive de las Humanidades. Esta parte del saber y ser humano fue clave para superar dogmas y estrecheces mentales que sostuvieron el fanatismo religioso y los despotismos monárquicos. Sufrió su primer ataque cuando el positivismo y los deslumbramientos de los avances tecnológicos del siglo XIX apostaron excesivamente al conocimiento práctico. Las Humanidades fueron mal vistas, “latinidad ahogadora”, se decía por la manía de sus cultivadores a endilgar citas en latín a sus textos. Pues bien, debiéramos volver a repensar las humanidades para un mundo cada vez más digitalizado y obsesionado por los íconos y lo efímero. Sobre todo, rescatar de ellas la capacidad de cuestionar la realidad y pensar críticamente. Volver a las preguntas básicas y buscar las respuestas más complejas y desafiantes.

Hacerlo implicaría repensar no solo el campo humanístico, sino el papel de las Facultades de Humanidades; pienso para el caso la de la Universidad de El Salvador. Manuel Luis Escamilla, Alejandro Dagoberto Marroquín, los padres fundadores de esa Facultad, la imaginaron reflexionando, produciendo pensamiento, generando debate; gracias a la sinergia de las Ciencias Sociales y las Humanidades. Los cientistas sociales investigando esa realidad y los humanistas reflexionándola. Y para hacerlo debían, investigar, exponer, publicar. Y sí, también debían dar clases, pero como producto y consecuencia de lo primero. Con esas ideas en mente se implantaron los estudios generales y más tarde se creó la Facultad de Ciencias y Humanidades, que tomó ese nombre cuando acogió a los departamentos de ciencias naturales y matemáticas en 1969.

Los estudios generales, aquí llamados “Áreas comunes” pretendían dar a los estudiantes la “concepción de mundo” necesaria para lograr la “formación humana”, por eso también se les llamaba formación básica. Los estudios diferenciados apostaban a la formación profesional. La clave estaba en que los estudios generales tuvieran la dosificación óptima de ciencias naturales y de ciencias del espíritu. Es decir, la reforma perseguía dos: la cultura y la profesión, cuya combinación produciría al “hombre educado”. Esa doble apuesta exigía el trabajo articulado de las facultades, los departamentos y el programa de áreas comunes. Hoy se diría se apostaba a crear pensamiento crítico.

La reforma hizo crisis, en cierto momento los departamentos de ciencias naturales y matemáticas se fueron de la Facultad; por pereza mental o desinterés conserva un nombre que no le va. Hoy día, con dificultades sería una facultad de ciencias sociales y humanidades. Digo con dificultad, sabiendo que puedo provocar reacciones en contra. Para lucir y presumir el nombre, esta facultad debe reencontrar su razón de ser, no en la docencia, sino en la producción de conocimiento. Volver a la reflexión, cuestionar la realidad. Un buen ingeniero se mide por lo que construye; a un humanista a un científico social, por lo que produce. Tenemos muchas cosas para quejarnos de la realidad social y política actual; pero no asumimos la responsabilidad que nos compete. Si la sociedad carece de pensamiento crítico, si se convence con mentiras y superficialidades es porque no hicimos bien nuestro trabajo. Quizá fuimos buenos docentes, pero fallamos en enseñar a pensar y en investigar la realidad.

Historiador, Universidad de El Salvador

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