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A imagen de Dios fuimos creados

Nuestra filiación divina nos vuelve riqueza para los demás. Prueba de ello: los santos y santas. Su influjo saludable nos llega a través de los siglos. Y nosotros, los que peregrinamos en la existencia terrena, si nos hemos dejado empapar por el Espíritu, nos convertimos en riqueza  para los hermanos y hermanas que tienen la suerte de compartir su vida con nosotros.

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Por Heriberto Herrera
Publicado el 12 de marzo de 2024


Esta verdad rotunda que nos ofrece el Génesis. De lo cual podemos estar altamente orgullosos. Ni puros animalejos ni seres humanos de montón. Nada menos que hijos de Dios. Una chispa de divinidad enriquece esta carne mortal. Que, por lo mismo, no es tan mortal. Porque la muerte será una puerta para la vida plena.

Nuestra identidad de hijos de Dios arranca en el bautismo. Ese baño sacramental que purifica del pecado y enciende la vida divina en lo íntimo de nuestro ser. Un brote de gracia destinado a desarrollarse y dar calidad de vida a nuestra existencia. O, mejor dicho, nobleza. 

Impulsados por el Espíritu, consagrados en la santidad divina, abiertos a un futuro de santidad insospechado, nos queda una entusiasman tarea: producir frutos de bien.

Esta estimulante perspectiva no se desarrolla por sí sola. Exige de nosotros el dejarnos guiar de la mano del Padre, acompañados por el Hijo e impulsados por el Espíritu. O sea, Dios a favor nuestro. Somos el proyecto divino para una existencia realizada.

Pero no somos cosas sino personas. Como tales, gozamos de libertad, cualidad exclusiva de los humanos. Gozamos de un horizonte más arriba de los instintos. Y allí reside la grandeza de la existencia humana. Nuestras elecciones y decisiones pueden enriquecernos o deformarnos. Somos seres humanos en construcción. Personas llamadas a escoger el bien y rechazar el mal. En nuestras manos está el producto final: Seres humanos realizados o deformes.

En esta magnífica tarea de vivir, no caminamos a ciegas. El Creador nos ha dotado de una brújula llamada conciencia, la que nos capacita para distinguir el bien del mal. El Creador, en la biblia, nos dice: Ante ti pongo el bien y el mal; si haces el bien, vivirás; si haces el mal, morirás.  Toca a nosotros dar calidad a nuestra vida o arruinarla.

Pero hay más. La oferta de nuestro Padre Dios tiene horizontes inimaginables. Gracias al sacramento del bautismo, nuestra persona ha sido elevada a una dignidad inimaginable: hijos del Padre, hermanos de Jesús, templos del Espíritu Santo. Miembros de una comunidad humana llamada iglesia, cuerpo vivo que nos alimenta y acompaña, sosteniéndonos y enriqueciéndonos mutuamente. 

Nuestra filiación divina nos vuelve riqueza para los demás. Prueba de ello: los santos y santas. Su influjo saludable nos llega a través de los siglos. Y nosotros, los que peregrinamos en la existencia terrena, si nos hemos dejado empapar por el Espíritu, nos convertimos en riqueza  para los hermanos y hermanas que tienen la suerte de compartir su vida con nosotros.

Consecuencia: Esta rica visión de nuestra persona nos lleva necesariamente a defendernos del mal. Algo así como una higiene del alma. Bloquear las insinuaciones diabólicas enfermizas que pueden oscurecer o empobrecer nuestra privilegiada existencia. Porque hay una amenaza insidiosa: la tentación, que ofusca la belleza espiritual de la que fuimos dotados.

Los preceptos morales no serán entonces limitantes que empequeñecen nuestras aspiraciones de plenitud, sino defensa saludable para un crecimiento sano de nuestra vocación a la vida divina. La oración no será una práctica monótona y aburrida, sino la celebración gozosa del amor de Dios en nosotros. La pertenencia a la comunidad cristiana, en lugar de ser una identificación insípida, será la celebración agradecida de hermanos de un Padre  común. 

Sacerdote salesiano y periodista.

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