¿Nos olvidamos de la paz?

Aquel pacto nos legó una nueva institucionalidad, acabó con la exclusión política y promovió la celebración de elecciones limpias y periódicas, bajo la administración de una autoridad electoral confiable.

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La duquesa de Sussex participó en un evento donde habló de feminismo. En la reunión ella usó el mismo jersey que lució en la serie donde actuaba. Foto EDH / AFP

Por Luis Mario Rodríguez

2020-01-15 6:23:53

Cada año son menos los actos conmemorativos de los acuerdos de paz de 1992. Chapultepec está despareciendo del imaginario colectivo. Equivocadamente, las nuevas generaciones juzgan aquella efeméride por sus protagonistas y no por el valioso legado que nos heredó. Si participaron “los mismos de siempre”, dicen algunos “millennials”, seguro se trató de un esfuerzo “amañado”. Es una caracterización errada de la historia. Ignorar la influencia de los acuerdos en el desarrollo de la germinal democracia salvadoreña —parafraseando al mexicano José Woldenberg— es un tremendo desacierto.
La capacidad de hacer “reingeniería institucional” merece un reconocimiento permanente. También es meritoria la tolerancia que mostraron los respectivos “bandos” para escuchar y construir una propuesta, en algunos aspectos, con base en mínimos consensos. Los actores políticos del momento fueron hombres y mujeres de convicciones férreas, con aspiraciones y metas concretas, comprometidos con un país que contara con espacios políticos para todos, y conscientes del peso de sus acciones y omisiones.
Aquel pacto nos legó una nueva institucionalidad, acabó con la exclusión política y promovió la celebración de elecciones limpias y periódicas, bajo la administración de una autoridad electoral confiable. En el pasado se acusó al entonces Consejo Central de Elecciones de manipular los resultados de los comicios. Las denuncias de fraude y la mala organización de los procesos electorales empañaron los reducidos avances democráticos de la época. Si bien, con algunos tropiezos y obstáculos que superar, las cinco elecciones presidenciales, las 9 legislativas y municipales, la alternancia política de 2009, y la llegada, en 2019, de una tercera fuerza, distinta de los dos partidos tradicionales, todo con posterioridad a la firma de la paz, confirman la rigurosa adhesión de los salvadoreños a la creencia de que el poder político se alcanza, exclusivamente, por la vía electoral. Así lo trazaron los que estamparon su firma en el acta de la paz.
El acuerdo de Chapultepec promovió un decidido respeto a los derechos humanos. Las masacres, los secuestros y las vejaciones a miles de salvadoreños, dejaron una sombra sobre las autoridades públicas encargadas de la defensa nacional. La Fuerza Armada redujo su presupuesto y la cantidad de sus miembros y, especialmente, se subordinó al poder civil. Es una institución que, salvo por alguna excepción, se ha distinguido por el irrestricto apego de sus integrantes a lo acordado en aquel enero. Con la creación de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, los firmantes aspiraron a que, nunca más, alguien reincidiera en el abuso de poder y en la consecuente violación a los principios democráticos y a los derechos fundamentales de los ciudadanos.
Veintiocho años después de la hazaña pacificadora, la sociedad reniega por la violencia, rechaza el desapego de los políticos al ideario que los inspiró para acabar con la guerra, y reclama la falta de resultados de la democracia representativa. Los escándalos de corrupción, el deslucido crecimiento económico, la falta de empleo y la desconexión, cada vez más profunda, de los representantes electos con sus votantes, terminarán borrando un hecho político que debió ser resguardado como uno de los principales episodios al que deberíamos acudir cuando fuera preciso revisar los comportamientos que permitieron construir la paz en El Salvador.
Los pueblos necesitan de referentes para no equivocar el rumbo y para anclar su desarrollo a fundamentos considerados como inamovibles. Pueden ser sucesos de enorme trascendencia histórica (la independencia o la aprobación de una nueva Constitución, por ejemplo) o personajes caracterizados por el heroísmo de sus actos (Lincoln, Washington, Bolívar, etc.). La insurrección no violenta, que la historiadora Patricia Parkman calificó como “paro cívico”, empresa con la que el pueblo forzó la renuncia del dictador Hernández Martínez, es un hito nacional al que poco aludimos por la lejanía de su ocurrencia (1944). La “Huelga de Brazos Caídos” nos debería recordar, anualmente, la fuerza de la sociedad civil organizada.
Ciertamente los grandes partidos erraron por no cuidar la probidad de algunos de sus militantes. Decepcionaron a sus votantes y no terminan de reinventarse para conectar con la gente. La sospecha es el parámetro con el que medimos el trabajo de las instituciones. A la Fuerza Armada la intentaron cooptar para fines políticos. La madeja con la que se tejen las reformas electorales sigue respondiendo a intereses partidarios. También se notan indicios de irrespeto a la separación de poderes y a cimientos democráticos como la libertad de expresión. Falta responderles a los afectados por el conflicto con una “Ley de Reconciliación” que no busque venganza, pero sí encuentre la verdad y repare los derechos de las víctimas.
Olvidarnos de la paz no contribuirá a solventar estos problemas. Al contrario, oculta un antecedente que, bien utilizado, podría marcarnos una de las sendas que debemos explorar para terminar de consolidar nuestra democracia.

Doctor en Derecho y politólogo