Como los hombres de las ciudades lejanas creían ser dueños del mundo, la verdad y la vida, Kala Giri (la sombra del tiempo) se creyó dueño de las fuentes del tiempo. Los mapas señalaban los yacimientos de oro y el lugar preciso donde estaban las fuentes mágicas. Cuando Kanta llegó hasta el maravilloso manantial —perdido en un claro del bosque— encontró al impostor. Entonces llevó su mayor sorpresa: el usurpador de las fuentes tenía su mismo rostro. “¿Quién eres tú que se hace llamar Señor de este reino y tiene mi mismo rostro?”, preguntó. “Soy Kala Giri, el único amo de este dominio”, respondió la sombra. Entonces el arquero y el plagiario tuvieron que luchar a muerte para dirimir el reino. Rhuna luchó contra sí mismo, porque Kala Giri era, en verdad, sólo un espejismo de las fuentes. El mismo espejismo del arquero. Fue una lucha desigual, pues Kanta tuvo que vencer a su misma y terrible ilusión. De la misma forma que un día tuvo que vencer a las visiones del desierto. Aquellos gigantes, espectros, oasis y ciudades que el resplandor del sansara hacía ver como reales. Al final de la dura batalla Kala Giri, el espectro del arquero, resbaló mortalmente herido al abismo. Kanta había librado una nueva batalla, recuperando las fuentes del tiempo. Otra vez el cazador de montañas y albores se había vencido y reconquistado a sí mismo.
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