El traje nuevo del emperador

No tenemos, según mi parecer, que apropiarnos de nuestras ideas hasta el punto en que renunciar a estas suponga renunciar a nosotros mismos.

descripción de la imagen
El Estadio Cuscatlán en San Salvador. Foto EDH / Drone

Por Jorge Martínez Olmedo

2021-10-13 4:49:21

Hace ya algunos ayeres, en preescolar, mis papás me obsequiaron un libro de cuentos. Era un libro de cuentos infantiles de tapa color verde musgo. Muchos años después seguí disfrutando su lectura ocasional. De todos los relatos, uno que siempre me fascinó es el de El traje nuevo del emperador, escrito por Hans Christian Andersen. Así me di cuenta de que las grandes obras literarias pueden estar en cualquier estantería de la biblioteca, flotando en la sección infantil. Sería pretencioso pensar que no.
El argumento es simple: el cuento narra cómo unos embaucadores llegan a un reino donde un emperador alardea de su colección de trajes de toda clase de diseños y de las telas más finas. Ellos le ofrecen confeccionar un vestido con una tela invisible para los ignorantes. El monarca manda a sus ministros en desfile a constatar el avance de los tejedores. En coro, todos le recalcan la magnificencia de aquella confección. Tal es su esplendidez que el emperador decide usarlo en su próximo desfile con toda pompa. Para su sorpresa, un niño destapa la mentira: ante la estupefacción e incomodidad de todos, señala que el emperador estaba desnudo y destapa la mentira. Para evitar la burla, el show continúa, a pesar de la evidente humillación.
Como en el cuento, muchas veces necesitamos estamparnos contra la verdad para poder apreciarla. Absortos en nuestro egocentrismo, creamos una burbuja en la que nuestras ideas y opiniones son incontestables y nos aferramos al mínimo sesgo de confirmación para reafirmarnos a nosotros mismos lo que pensamos. Tal es la gravedad de esta actitud que no reparamos en censurar o, en la jerga de internet, “cancelar” a los que piensan diferente o que simplemente no ceden ante lo que queremos forzar que crean. Esto propicia una hostilidad manifiesta en los espacios de debate como las redes sociales o, incluso, en cualquier esfera de socialización como la familia, la escuela o los grupos de amigos.
Parece que el origen de esta cultura de cancelación, al menos cuando se lleva al límite de lo excesivo o absurdo, es la incapacidad colectiva de comunicarnos sin pretender destruirnos. Esto puede tener muchas explicaciones de origen, pero me atrevo a pensar que una de ellas está en la forma en cómo nos enseñan a relacionarnos y aprender, en la escuela. De un modo u otro, las interacciones durante el proceso educativo condicionan nuestras formas de socialización y convivencia posteriores. En el aula, muy poco se cultiva el diálogo constructivo entre pares, no se suele incentivar un aprendizaje colectivo en el que cada uno aporta al conocimiento grupal y comparte sus ideas e inquietudes; más bien, se nos acostumbra a buscar la ridiculización o el ataque ante el menor error manifiesto o controversia.
Incluso el uso del lenguaje desenmascara este problema cultural. No puede dejar de notarse la clara connotación negativa, en nuestro imaginario, del verbo discutir: intercambiar valoraciones u observaciones sobre una materia. Nos acostumbraron tanto a eludir cualquier cuestionamiento hacia nuestro sistema de ideas que preferimos arremeter en contra de todo lo que suponga un riesgo a nuestro statu quo antes que objetar y construir a partir de ahí. Pero, como le sucedió al emperador, más temprano que tarde nos damos cuenta de que lo evidente de la realidad es ineludible. Y, en ese punto, hemos de decidir si elegimos abrazar nuestra ignorancia o reconocer nuestra obstinación para recapacitar y replantear nuestras ideas.
Al final del día, la esencia de la solución reside en estar conscientes de que así como la realidad evoluciona, nuestras ideas también deben ser moldeables según cómo estas responden a los nuevos problemas. No tenemos, según mi parecer, que apropiarnos de nuestras ideas hasta el punto en que renunciar a estas suponga renunciar a nosotros mismos. Con una apertura mayor hacia una deconstrucción continua nos podemos habituar al cuestionamiento, debate e intercambio de ideas sin la acostumbrada actitud reactiva que nada abona a nuestro crecimiento y convivencia colectivos.

Miembro del Club de Opinión Política Estudiantil (COPE)