Migue

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Con el paso del tiempo, los matis han ido dejándose ver cada vez más y comenzaron a hacerse con barcos de motor, aunque sigue siendo insólito verlos en núcleos urbanos. Foto: EFE

Por Jorge Alejandro Castrillo

2021-04-30 6:38:10

Desde pequeño, mi amigo fue grande. Grande y fuerte y gordo y bueno.  Por sobre todas sus demás cualidades, fue bueno. Desde pequeño y hasta el último de sus días. Escribía, rebotaba y pescaba con la mano izquierda. No es de extrañar, por tanto, que los apodos con los que cariñosamente lo llamábamos fueran gordo, zurdo, ñurdo, sordo.

También fue guapo. De piel clara, con pecas y abundante pelo castaño claro que no perdió ni cuando mayor. Cuando la cabeza se le empezó a llenar de canas, ocasionalmente se las pintaba “…porque cuando uno trabaja con niños no es conveniente que te vean canoso” explicaba tratando de que no lo fastidiáramos tanto. Alto y varonil, de ojos azules, verdes o castaños, según la intensidad con que la luz incidiera sobre ellos. Sin importar el color del que se vieran, sus ojos fueron siempre su marca de fábrica. De Migue se pudo decir siempre, sin temor a equivocación, que sus ojos eran fiel reflejo de su alma: dulce, comprensiva, acogedora. Creo que su bondad y falta de malicia salvaron a las chicas de caer rendidas a sus pies. Tan bueno era el gordo, tan dulce su expresión que hacía recordar la famosa descripción que Juan Ramón Jiménez hiciera de su inolvidable personaje: “…tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Además, encontró tempranamente   a Trini, el amor de su vida, a quien siempre fue fiel y con quien emprendió conjunta y amorosamente todas las empresas que los ocuparon.

Pocas veces lo vi enojado. Y eso que durante el sexto grado, en la sección “D”, le dio por demostrar su poderío trabando frecuentes peleas con los compañeros, muchas veces para defender a los más débiles de quienes querían abusar de ellos. Una vez por semana, si no más, se corría la voz de “a la salida, hay soca”. Y nos aglomerábamos prestos los espectadores en “las canchas de arriba” o “detrás de la tienda” los escenarios favoritos de las efímeras peleas que terminaban porque alguien gritaba “ahí viene el padre…” o “ahí viene el profesor…” y tanto púgiles como espectadores salíamos en desbandada, que el castigo era seguro si llegaba uno a ser pillado en esas.

Los padres Peña y Achaerandio (pequeño, estricto y enojado el primero; Benigo de nombre y talante el segundo, pero igualmente serio y disciplinado) fueron los responsables de dictarnos la asignatura de matemática nuestros últimos años escolares. ¡Cuántas oportunidades les dio el gordo para que practicaran su paciencia! De haber tenido ellos mejor disposición habrían aprendido tanto de pedagogía alternativa. Pero ya no estaban ellos para aprender de nosotros. El ñurdo, en cambio, sí qué aprendió mucho con ellos: desarrollo humildad y obediencia, aprendió a callar y a valorar sus otras inteligencias y virtudes. Que estudiaba, estudiaba. Me consta. Para los trimestrales lo hacíamos siempre en grupo y siempre en sus casas: primero en la señorial y fresca de la Flor Blanca y luego en la de la Escalón, ya él huérfano de padre. Lo hacíamos allí no porque presentaran mejores condiciones de estudio que las nuestras, sino porque las meriendas eran siempre los panes con frijoles y la limonada que nos hacía su queridísima Menchita. Y ¡para qué! Tanto los unos como la otra, además de saciar hambre y sed, eran una delicia para nuestros jóvenes paladares.

Aprendió también a resolver problemas de formas poco convencionales, como nos lo demostró en bachillerato, cuando ya habíamos aprendido a tomar cerveza. Un día nos contó con tristeza que el médico le había diagnosticado, entre otras, alergia a esa bebida. No obstante, usando no sé qué procedimiento o método, el Ñurdo descubrió que sí era alérgico, pero únicamente a la primera. En las tertulias que eran acompañadas de cerveza, él destapaba para sí la primera helada y la apuraba de un solo envión. Se ponía mal (con escozores y enrojecimiento) unos cuantos minutos. Pasado ese tiempo, destapaba su segunda y las disfrutaba de allí en adelante, sin muestra perceptible de alergia alguna.

Sus últimos años, en Miami donde residía, los dedicó, con entrega y provecho, al servicio del Señor, de su familia y de niños con capacidades especiales. Sus hijos mayores, Miguel Ángel y Gabriela siempre tuvieron un padre de lujo, Camila lo convirtió en uno excepcional. Fue el primero a quien oí hablar que practicaba la equinoterapia y las maravillas que obraba en los niños. Cuando tuve la oportunidad de verlo trabajar con ellos, regresé convencido de otra cosa: lo que les hacía bien a los niños y niñas a quienes atendía no era el contacto con el caballo sino el estupendo contacto humano que él y su familia les brindaban. Sus compañeros gozamos de su genuino interés en el bienestar de todos y de los sabios consejos que, en su boca, parecían provenir de instancia superior.

Migue se reunió con el Señor este pasado fin de semana. Como bien escribió su hermano “tenemos un Miguel Ángel de la guarda que nos cuida desde el cielo”, adonde seguramente mora ya su alma. La Bahía de Jiquilisco y el valle de Zapotitán, sitios predilectos de su amor por esta tierra, acogerán sus cenizas para siempre. Conmemoré este lunes su memoria, junto a su más cercano compañero, amigo, confidente y compadre, con mi personal rito de duelo que me di durante la cuarentena. El zurdo fue grande, intenso, masivo. De esas características es el vacío que nos deja su partida.

Psicólogo