Hace trece años trabajaba en un programa para alumnos con necesidades de aprendizaje diferenciadas. Un día, de la nada, uno me preguntó qué había querido ser realmente.Yo me le quedé viendo, confundida, y le dije que no entendía su pregunta. El me dijo: “Es que mire: la seño tal quería ser química pero da clases de química, el profe tal quiso ser ingeniero pero da clases de mate. ¿Y usted que quiso ser?”.
Pues...maestra, profesora, educadora. Siempre, desde niña. Desde que le hacía la vida imposible a mis primas y las sentaba para recibir lecciones de un alfabeto que ni yo misma me podía. Claro, en la adolescencia pasé por mil carreras, incluyendo ser cantante de ópera (terminé siendo contralto, carrera frustrada desde el principio) pero cuando me gradué comencé a trabajar en un kinder y a estudiar educación. Pero yo no era para kinder. Nunca fui dulce, ni maternal. A mí me gustaba bachillerato, así que me especialicé en inglés e historia y durante veinticinco años di clases. Durante veinticinco años mi vida se movió en el ciclo de libros nuevos, vacaciones navideñas y graduaciones. Eventualmente di clases a nivel universitario, luego supervisé programas de idiomas y fui gerente de un centro de idiomas. Hace un año cerré mi ciclo, en parte por la pandemia, en parte porque ya mi salud no me permite trabajar ocho horas diarias, con la satisfacción de que lo único que quedó pendiente fue trabajar en la ONG de mis sueños, CRS (Catholic Relief Services). Pero ya eso era avaricia.
He sido bendecida de dar clase en salones hermosos con todos los recursos y aún más privilegiada de haber trabajado con escuelas donde los recursos eran elaborados por los mismos maestros, pues he conocido colegas ante quienes me quito el sombrero. Conozco maestros que trabajan con jóvenes privados de libertad, con miembros de las pandillas en su clase. Un buen maestro trata a todos con dignidad porque, al final del día, lo que cambia a una persona, a la sociedad y a una nación es la educación.
Estos dos últimos años han sido un reto para los maestros. Sí, muchos piensan que no han hecho nada, pero es difícil preparar una lección y darla por Zoom cuando se tiene que comprar comida con DUI, y además supervisar el proceso educativo de sus propios hijos. Por no hablar de las limitantes de la conectividad y el internet. Pero ser maestro es ser necio, y los maestros salvadoreños se merecen menos críticas y más aplausos. Mis respetos a mis colegas que, en medio de la pandemia, repartían guías a sus alumnos, o ponían una cortina en su cuarto y le pegaban globos con tal de ambientar sus clases de parvularia virtuales .
En cuanto a mí, intenté (y estoy intentando) reinventarne. Pero mucho me temo que sólo dije que mi ciclo como maestra había terminado. Bastó una amable invitación a dar un taller de técnicas de estudio para darme cuenta que todavía me quedan unos cuantos años más como maestra. Al final, nunca quise ser otra cosa, así que será de ver cómo adecuo mi situación actual a mi pasión por la enseñanza. Quizás vuelva a la terapia educativa. Los maestros nunca podemos jubilarnos, es imposible. Si no enseñamos, no vivimos.
¡Feliz Día del Maestro a todos mis colegas! Que Dios nos ayude en este reto de educar a El Salvador...
Educadora, especialista en Mercadeo con Estudios de Políticas Públicas.