Nicaragua: guerra contra el pueblo

Enseña la historia nicaragüense que un gobierno odioso y represivo tarde o temprano se derrumba. Pero no por inercia. Los Ortega-Murillo nunca dejarán el poder de buena gana. El presidente es un político consumado, un viejo zorro, cuenta aún con una base social y está dispuesto a que corra la sangre

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Neymar es uno de los jugadores que guió a Brasil a lograr temprano la clasificación al Mundial de Qatar. Foto: EFE

Por Róger Lindo

2021-06-18 6:22:28

EN NICARAGUA, como en los días de Tacho Somoza, manda una familia y sus intereses se colocan por encima de los de la nación. Daniel Ortega lleva casi veinte años al timón y va por su quinto mandato. Él decide quién emprende negocios en su país y quién no. Hace y deshace a su antojo. El Ejército es el garante último del statu quo y también opera como acaudalada corporación. Posee jugosos negocios que nadie fiscaliza. La Policía Nacional es corrupta, la gente le teme.
El periodista Tim Rogers escribió hace unos años en la revista The Atlantic que Ortega actuaba más como el jefe de un cártel, que como presidente. Que la corrupción es el alma de Daniel Ortega quedó al descubierto en los tiempos de “la Piñata”.
En 2017, Nicaragua lucía la tasa de homicidios más baja de Centroamérica. En buena medida gracias a esa sensación de seguridad, el turismo prosperó. Inversionistas centroamericanos y foráneos consideraban a Nicaragua un óptimo lugar para invertir. Daniel Ortega se había reinventado cristiano y capitalista, e intentaba congraciarse con los Estados Unidos. Su alianza con el COSEP, la suprema patronal empresarial nicaragüense, lo fortaleció.
Pero en abril de 2018 el espejo en que Nicaragua se miraba saltó hecho pedazos. Como suele suceder, empezó con protestas de estudiantes – como dice la letra, «aves que no se asustan de animal ni policía»–, primero para levantar la voz por la indolencia mostrada por el gobierno tras declararse un fuego en la reserva natural de Indio Maíz, después para oponerse al alza de las cuotas de la seguridad social que acababa de anunciar el régimen. El aparato policial se ensañó con ellos y con las sucesivas olas de ciudadanos que salieron a marchar en las siguientes semanas. La paz fue cancelada, empezó la guerra contra el pueblo. En menos de dos meses, más de 120 personas, la mayoría de ellos estudiantes, fueron asesinadas. La cifra de heridos superó el millar. Centenares fueron arrojados a la cárcel, donde recibieron maltratos.
La arremetida no ha cesado. Al gobierno no lo amedrentan las sanciones internacionales ni lo conmueven las denuncias. Se acusa a cualquiera que se cruce en el camino de Ortega y Rosario Murillo de terrorismo, de golpismo (aplicado a una ONG ambientalista), de incitar a la injerencia de potencias extranjeras, de promover bloqueos económicos y comerciales, de conjurarse contra la soberanía y la autodeterminación, de lavado de activos. Es represión dirigida por una mafia que se las ve con un movimiento que solo puede cobrar fuerza.
Comprensiblemente, la mayoría de los nicaragüenses rehúye una conflagración. La lucha contra el autoritarismo discurre por canales pacíficos. Dada la naturaleza abierta de ese movimiento y la asimetría del enfrentamiento, Ortega la tiene fácil para neutralizar la oposición. Dos o tres redadas bastan para levantar y encerrar a sus figuras prominentes. Encima, la disidencia nunca pudo articular un frente granítico. Es una miscelánea con orígenes, intereses y vibraciones diversos. Van cada quien por su lado. Pero la acumulación de abusos y arbitrariedades solo puede conducir a que la voluntad popular arrecie.
Enseña la historia nicaragüense que un gobierno odioso y represivo tarde o temprano se derrumba. Pero no por inercia. Los Ortega-Murillo nunca dejarán el poder de buena gana. El presidente es un político consumado, un viejo zorro, cuenta aún con una base social y está dispuesto a que corra la sangre. Siendo así, la solución no radica en una intervención extranjera. La tierra de Darío fue ocupada militarmente cuando menos dos veces en el siglo XX, y las urdimbres de EE.UU. nunca trajeron nada bueno. Baste recordar a Somoza. “La salida está en Nicaragua, no en el exterior” reafirmó recientemente durante una transmisión noticiosa el periodista Carlos Fernando Chamorro.
Arrancar a Ortega del palo requerirá un esfuerzo popular concertado y un empujón vigoroso. A estas alturas no se sabe en qué consistirá ese empujón o cómo concitarlo. Solo se sabe que tiene que ocurrir.

Escritor y periodista.