“Aprendimos a vivir encerrados”, hijos y esposa de policía asesinado se esconden y huyen desde hace cuatro años

La tarde en que asesinaron al agente Dagoberto, su esposa y tres hijos tomaron todo y escaparon. Desde entonces, su asuencia los obliga a protegerse a sí mismos, en medio del olvido y abandono del estado.

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La ausencia de Dagoberto significó que Elba y sus hijos comenzaran a protegerse por sí mismos. Foto EDh / Marvin Romero

Por Marvin Romero

2020-12-05 12:29:53

¿Y papito no viene?, preguntaba, incesante, un pequeño de cuatro años a su madre.”Papito está en el cielo”, le contestaba ella. “Me quisiera morir para estar con papito”, decía él y la mujer no podía hacer otra cosa que abrazarlo y llorar en silencio. Cuatro años han pasado y la escena sigue siendo habitual.

El esposo de esa mujer, Dagoberto Quintanilla, fue acribillado la tarde del 28 de abril de 2016, frente a un centro comercial en el municipio de San Miguel, al oriente del país. Era un agente de la policía destacado en la unidad 911 de esa localidad, pero al momento de su asesinato se encontraba trabajando como taxista, en su día de licencia, para conseguir mayores ingresos económicos.

Ese mismo día, ella, junto a sus hijos de 14, cuatro y dos años de edad, no tuvieron otra opción que huir de su hogar y esconderse. Así, escondidos, viven ahora, más de cuatro años después, sin otra seguridad que la que llos mismos puedan darse y con el temor constante que alguien los vigila.

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Ese temor, la mujer lo conoce muy bien. Relata que unas semanas antes de ser asesinado, su esposo detectó el movimiento de personas extrañas en los alrededores de la casa en que vivían. “Casi siempre había sujetos armados”, dice y recuerda que Dagoberto le mostró técnicas para alejarse y esconderse del peligro, muchas de las cuales sigue utilizando pues no recibe ningún tipo de seguridad del estado, a pesar de haberla solicitado.

Cuando Dagoberto vivía, pedía de favor a sus compañeros de delegación que vigilaran o patrullaran constantemente la zona, en donde su familia quedaba completamente desprotegida. Ahora, esa tenue seguridad es una ilusión. La única seguridad que ella reconoce es la de escapar y esconderse.

“Esa tarde salimos de la casa sin nada y tenemos claro que al lugar en donde vivíamos no podemos volver”, dice y recuerda que la corporación policial solo le dijo que a Dagoberto lo mataron pandilleros por ser policía y que un fiscal le recomendó que lo mejor era que se fuera y que comenzara a protegerse por sí misma.

“Esta es la situación más dura que me ha tocado vivir”, dice, desde el punto en donde, ahora, reside, oculta con sus hijos. Sostiene, casi abrazando, la fotografía de Dagoberto. “Era excelente. Un excelente esposo y un excelente padre”, señala y no puede evitar que su voz se corte.

Ella reprocha la poca, casi nula, asistencia que ha recibido de parte de la corporación policial, luego de la muerte de su esposo, sobre todo en lo referente a la protección y seguridad de sus hijos. “Yo no sabía qué hacer, solo los abrazaba”, recuerda y dice que, más allá de unas cuantas sesiones de apoyo emocional y psicológico, más un fideicomiso de $140 por 12 meses, que asegura no alcanzó para mucho, las autoridades de la policía los han dejado casi en el olvido, si no fuera porque los compañeros de Dagoberto suelen estar al pendiente de su situación.

“Aprendimos a vivir encerrados”

“¿Por qué le hicieron eso, por qué se dejó?”, pregunta también el pequeño a su madre, ahora con nueve años de edad. Ella aún sigue sin poder responderle, aún sigue llorando en silencio. “Aprendimos a vivir encerrados”, dice y señala que el temor de exponerse a la calle, en donde sigue habiendo violencia, es un martirio latente.

Esa fue la razón por la que su hijo mayor abandonó la escuela y estudia a distancia. “Yo siento rabia y siento enojo”, recuerda la mujer que su hijo le confesaba cuando escuchaba que sus compañeros, algunos parte de pandillas, hablaban mal de policías, como retándolo al saber que su padre había sido un agente asesinado. Eso los obligó a mudarse una vez más.

Y, desde entonces, casi no salen, a menos que sea una emergencia. “Si alguien nos mira, siempre pensamos que es alguien malo”, expresa y dice que sus hijos, aunque ella no lo quiso así, han debido crecer con ese temor latente como medida de supervivencia.

“Escuchamos un ruido en la casa y siempre pensamos que alguien quiere entrar”, relata y dice que su solicitud a las autoridades no es que la cuiden todo el tiempo , pero sí que puedan otorgarle, a ella y sus hijos, como a otras familias en su condición, garantías de una vivienda segura, en donde puedan reconstruir su vida, lejos del miedo y la zozobra que queda.

Ella recuerda que, luego que el fiscal del caso le aconsejara buscar un lugar seguro por su cuenta, comenzó a sondear en zonas residenciales y las cuotas de alquiler rondaban los $400 o $500. “Ni la mitad podemos pagar”, confiesa.  “Esto nunca termina”, dice Ella, “esto es para siempre”, señala y guarda la fotografía de Dagoberto, junto a una medalla que la corporación le regaló el día en que fue enterrado. “Esto es todo lo que me queda de lo que nos dieron”, concluye.