La Revolución lo cambió todo, pero no cambió nada en Nicaragua

40 años después, Nicaragua sigue buscando el norte que creyó encontrar en 1979.

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Los familiares y amigos del opositor nicaragüense Bryan Murillo llevan su ataúd durante su funeral en León, a unos 90 km al noroeste de Managua.

Por Iván Olivares

2019-07-19 10:24:04

Igual que cualquier otro proceso humano, la Revolución de 1979 tuvo muchos protagonistas: gente que luchó a favor, y otros que pelearon en contra. Ciudadanos que se involucraron, así como otros que trataron de vivir al margen, o simplemente se fueron del país.

Extrañamente, entre sus protagonistas hay jóvenes que ni siquiera habían nacido cuando el país soñó en 1979 con una revolución y se despertó asustado en 1990, al ver lo que (no) habían hecho. Se trata de jóvenes a los que la historia les entregó la difícil e injusta tarea de ‘desfacer los entuertos’ que les dejaron sus padres y abuelos.

El más joven de todos los que aceptó hablar con El Diario de Hoy es Lesther Alemán, el joven que en mayo de 2018 tuvo la valentía de decirle en su cara a Daniel Ortega que debía renunciar. Que si estaban reunidos con él, era para aceptar su rendición. Desde sus casas, el país entero lo veía en televisión nacional con una mezcla de incredulidad, orgullo, envidia y satisfacción.

Exiliado para garantizar su seguridad, y escapar de la segura venganza del régimen, Alemán considera que “la Revolución finalizó el día que alcanzó el poder. Ese probablemente fue el día que finalizó la revolución. El cambio duró unas horas”, cuantifica.

Nicaragua quería superar sus heridas, para lo cual necesitaba “un trato con democracia, justicia e igualdad. Quería salir del conflicto y de la imposición del sistema, pero eso no puede hacerse por medio de la imposición y la carga de otro sistema”, que es lo que a la larga ocurrió.

“La Revolución resultó atractiva para muchos, porque prometía al que no había tenido nada, que iba a llegar a tener algo, pero se basó mucho en el clientelismo, y sobre todo en favores cobrados”, detalla.

En vez de eso, sucedió que del 20 de julio de 1979, (fecha en que tomó posesión la primera Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional) y el 25 abril de 1990, (cuando Ortega entregó el poder al gobierno democrático de Violeta Barios de Chamorro) “no se permitía que las personas pensaran distinto, y menos que pudieran expresarlo. Quiere decir que falló, porque lo que le prometieron y juraron a Nicaragua, fue defraudado en cuestión de minutos u horas”, recordó.

 

El hijo que abrió los ojos

Wascar Estrada se considera “un hijo de la Revolución”, por haber nacido en 1981, durante el segundo año de lo que se pensaba en ese entonces, era la gran epopeya nicaragüense que “acabó con décadas de dinastía somocista, cambió la sociedad, redujo el analfabetismo, incentivó el cooperativismo y erradicó la poliomielitis”, enumera.

Dado que la Revolución terminó cuando él era todavía un menor, Estrada solo tuvo chance de vivir lo que el oficialismo denominó “Revolución 2.0”, o segunda etapa de la Revolución, que habría empezado, según su particular forma de ver las cosas, con el retorno de Daniel Ortega al poder, el 10 de enero de 2007.

Este jurista exiliado, considera que a partir de ese momento “reaparecieron con más fuerza elementos de continuidad del somocismo, al concentrar una gran cantidad de recursos públicos y privados entre familiares y allegados” de Ortega.

“Al controlar las instituciones del Estado, incluido Ejército y Policía; monopolizar los medios de comunicación a nombre de sus hijos era una premisa para la censura, que culminó con el cierre de medios de comunicación, y la cancelación de personerías jurídicas de varias ONG”.

Estrada dice que dejó de creer en el FSLN cuando se le convocó junto con centenares de jóvenes, para escenificar una contramarcha en la que se les armó y organizó para agredir a los opositores.

Él mismo recibió “una tiradora con chibolas (una honda con canicas). Nos dieron morteros, palos… con orden de no dejar pasar la marcha. Muchos, eufóricos y al calor de los tragos, porque también se les dio licor, cumplieron las órdenes”, recuerda.

Ese fue el momento en que entendió que el FSLN no era lo que profesaba; al punto que hoy piensa que “esa organización debe desaparecer”, para que Nicaragua se embarque a buscar “una profunda transformación social, con nuevos actores políticos, reeducación en cultura de paz, democratizar todas las instituciones estatales, que haya justicia…”.

Dos protagonistas diferentes

Javier Meléndez y Guillermo Jacoby eran dos jóvenes al momento del triunfo de la Revolución. Meléndez tenía doce años en ese momento, y vivió en el país, lo que incluyó tener que hacer el Servicio Militar Patriótico (que muchos eligen tildar de ‘Obligatorio’). Jacoby estaba entrando a los 20, y pasó la década siguiente entre Estados Unidos, Costa Rica y Honduras.

A pesar de las diferencias entre la vivencia de uno y otro, ambos pudieron ver que cómo la dictadura de la familia Somoza, que derivó en la de un solo hombre, se transformó en la dictadura de nueve comandantes, que terminó siendo la de otro hombre solo… y su esposa.

“Qué triste fue darnos cuenta que aquello por lo que habíamos luchado -que no era la creación de un estado comunista- se había perdido, porque nuevamente había alguien que controlaba el país con las armas. Pasamos de un control armado a otro control armado. Pasamos de no tener libertad de prensa a no tener libertad de prensa. Eso fue una gran decepción”, admite Jacoby.

Meléndez recuerda que “nos vendían que la Revolución era algo bueno, y teníamos que entregarlo todo: nuestro trabajo, nuestro pensamiento, todo, a su servicio, de tal forma que al crear el servicio militar, mucha juventud se desbordó, la gran mayoría cargada de patriotismo”, si bien algunos fueron alistados a la fuerza, y otros enviados al extranjero por sus familias.

“Otros, convencidos que la Revolución era nuestra, nos enlistamos de manera voluntaria y nos fuimos a defender ‘nuestra Revolución’, dispuestos a dar hasta la vida, pero el sufrimiento siguió, las limitaciones siguieron. Era una Nicaragua totalmente destruida, una economía prácticamente cercenada, en donde no había nada para subsistir”, recuerda.

Ahora reflexiona que “nos vendieron la idea de que todo era culpa del yankee, del imperialismo, del bloqueo, como hoy aducen que las sanciones son las que están poniendo en mal la economía, y no aceptan que son sus políticas equivocadas son las que tienen al país en esta situación”.

 

Los comprometidos

Edmundo Jarquín y Sofía Montenegro tenían suficiente edad para saber qué era una revolución, y se lanzaron esperanzados a participar en lo que creían sería la construcción de una nueva Nicaragua, la Nicaragua del hombre nuevo. Ella, como periodista de Barricada. Él en varios cargos en cancillería y el Ministerio de Planificación, hasta ser investido Ministro de Cooperación Externa.

“Lo bueno fue sentirse partícipe y testigo de la caída de una dictadura de 50 años, que para nosotros era como ir a la Luna, y aquella sensación de que se abría la puerta grande de la Historia; que todo era posible para nosotros, personas comunes y corrientes, porque podíamos participar en la construcción de algo nuevo y diferente”, rememora Montenegro.

Citando al escritor Sergio Ramírez Mercado, el economista Jarquín recuerda que “la Revolución no trajo la justicia anhelada para los oprimidos, ni pudo crear riqueza y desarrollo”, frase que sirve a la vez para definir el mal que la llevó a su fin, y para escribirse en la lápida de aquel proceso.

Montenegro lamenta que la Revolución haya durado poco, “pues la ausencia de una conciencia democrática, la militarización de la sociedad por la reacción de los remanentes del somocismo y después la guerra civil y agresión externa, abortó las posibilidades de que se realizara una verdadera transición democrática, política y pacífica”.

La frase no puede entenderse como una dispensa para los errores del Frente Sandinista, entidad que “tampoco se pudo convertir en un partido político democrático, y siguió teniendo esa mentalidad de fuerza político-militar que tuvo en su origen”, aclaró.

Al lanzar la mirada sobre la Nicaragua de hoy, la también investigadora expresa su convicción de que “lo que tenemos que hacer es aquello que no logramos a partir del 79 para cumplir con los más profundos anhelos de todos. La única utopía deseable, posible y realizable, y el cambio indispensable tanto ayer como hoy, es la utopía democrática”, opina.

“Lograr establecer en Nicaragua una verdadera democracia y un Estado de derecho que funcione, es en sí mismo toda una revolución. Eso era lo que nos tocaba hacer hace 40 años, y ahora, sí o sí, hay que conseguirlo”, sentenció.