Juanita Nittla tiene 42 años y lleva trabajando 16 para el Servicio Nacional de Salud (NHS por sus siglas en inglés) británica como enfermera especializada en cuidados intensivos.
“Desconectar el respirador es algo muy traumático y doloroso a nivel emocional. A veces siento que soy en cierta forma responsable de la muerte de esa persona”, dice Juanita Nittla, jefa de enfermeras de la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) del Hospital Universitario Royal Free de Londres, Reino Unido.
Para muchos pacientes contagiados de COVID-19 tener acceso a un respirador artificial puede suponer la diferencia entre vivir o morir porque estos aparatos ayudan a llevar el oxígeno a los pulmones y a expulsar el dióxido de carbono cuando el paciente no lo puede hacer por sí mismo.
Pero en época de pandemia los aparatos no han dado abasto y el personal de salud se enfrenta a la difícil decisión de quién debe recibir o no un respirador y a quién deben interrumpir el tratamiento.
Esto le ocurrió la segunda semana de abril a Juanita, su turno iba empezando cuando los médicos de la UCI le dijeron que tendría que poner fin al tratamiento de una paciente con COVID -19. La paciente era una enfermera de unos 50 años de un centro de salud comunitario, Juanita tenía que hablar con su hija y explicarle el proceso médico que seguía.
“Le garantice que su mamá no estaba sufriendo y que parecía estar tranquila. También le pregunté sobre sus últimos deseos y las necesidades religiosas de su madre”, recordó.
En la UCI, las camas están una al lado de la otra. Su paciente terminal estaba rodeada de otras personas también inconscientes.
“Estaba en un compartimiento con ocho camas. Todos los pacientes estaban muy enfermos. Cerré las cortinas y apague todas las alarmas”.