Más salvadoreños, menos guanacos

Lo que sí es seguro, es que tanto guanacos como salvadoreños, en especial los sazones y maduros, estamos orgullosos  del talento de nuestros artesanos, del Faro del Pacífico, de la mejor toalla del mundo y de un largo etcétera.

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San Salvador, 07 de octubre de 2011 / Foto Por Douglas Urquilla

Por Carlos Alfaro Rivas*

2015-07-29 5:56:00

Cuando estudiaba en los Yunai, mi cuarto en la universidad parecía un puesto del Mercado Cuartel: Frutas pícaras, un sapo tocando guitarra, Fernando Llort estampado en la toalla de la pared, el afiche del volcán de Izalco, el casete de las 10 calientes de la Fiebre Amarilla, y hasta tamaño garrobo migueleño, colgando del techo, con lentes oscuros y un Delta en el hocico.

Era chiquito mi oasis de nostalgia cuscatleca, pero daba para convertirse en Mario’s en las noches de jelengue. Con el calor de los tragos, les contaba maravillas de El Salvador a Frederic de París, Farhad de Teherán y la Miska de Helsinki.

Yo soy guanaco sí señor, guanaco soy de corazón, gritaban dos parlantotes, más altos que mi cintura.
“What is wanaco?”,  preguntaba Tracy de Chicago, con curiosos ojos verdes.

“They call us guanacos just as they call you gringos”, respondía este anfitrión, y ¡a seguir moviendo el esqueleto!
Excelente el ritmo, pero no la letra, de la canción de la Fiebre.  ¿A quién le va a gustar que lo comparen con una bestia de carga, prima hermana de la llama?
Dicen que los conquistadores nos pusieron guanacos, pues, a falta de buldócer, cargábamos costales con más peso que nuestra carne y hueso.

 La regó don Pedro. Cierto, somos una raza trabajadora, pero no tenía por qué compararnos con un animal. ¡Mejor nos hubiera puesto sansones!

Aunque algo de razón tenía el señor de Alvarado. Parecemos guanacos cuando manejamos endiablados; cuando aliviamos la vejiga a la vista de todos; cuando tapizamos la madre tierra de basura, cuando destrozamos su flora y su fauna.

Qué curioso, el momento que un compatriota abandona nuestras fronteras, deja de ser guanaco y se convierte en salvadoreño.

En otras tierras, bien portaditos manejamos, ni la vieja pitamos. Si nos da ganas en la autopista, esperamos llegar a la gas con la paz mental que no vamos a encontrar un asqueroso misil. De un día para otro nos convertimos en expertos reciclando la basura, respetando la naturaleza.
¿Cuál será la razón de que aquí somos incivilizados, y más allá bien portados?

Aquí, al igual que el guanaco, jalamos agua, pero para nuestro molino. “Chis, el mundo es de los vivos, el que pierde es por lento; yo hago lo que quiera, ¿y queeee?”
Entonces, no importa que me componga en una licitación, que me haga el suizo con los impuestos, que le dé chamba a mis parientes, que sea infiel siempre y cuando sea responsable, que pase de un VW a un Ferrari, de una casa a una mansión, y que le dé la vuelta al mundo en la primera clase del avión.

Allá, no nos podemos dar color, menos aún si somos mojados. Ni se nos ocurre manejar arriba del speed limit, ni con el cinturón desabrochado.

Mi teoría de la metamorfosis cuscatleca, es que aquí somos guanacos, pues respiramos un aire envenenado con chanchullo, muerte y corrupción.

Allá somos salvadoreños, pues el aire que respiramos está cargado de oportunidad, seguridad y civilización.
Lo que sí es seguro, es que tanto guanacos como salvadoreños, en especial los sazones y maduros, estamos orgullosos  del talento de nuestros artesanos, del Faro del Pacífico, de la mejor toalla del mundo, de la Fiebre Amarilla, del carnaval de San Miguel, y de un largo etcétera.

A la hora de pagar, se me sale el instinto guanaco y le canto, a la Gaby de Alemania, mi rola favorita de la Fiebre: Se me perdió la cartera, ya no tengo más dinero. ¿Quién dice que no hay almuerzo gratis?

Mal hecho. Lo que nuestro Pulgarcito necesita es más salvadoreños y menos guanacos.

*Colaborador de El Diario de Hoy.
calinalfaro@gmail.com