El gran terremoto de San José

Nueve meses después de la expulsión de los jesuitas (junio de 1872), la naturaleza sembró la destrucción en la ciudad de San Salvador.

descripción de la imagen

Por Carlos Cañas / Colaborador EDH

2017-06-17 4:31:51

A las 11:00 horas del 22 de febrero de 1873 dio inicio un enjambre sísmico, con epicentro en las alturas de la sierra de Texacuangos, entre el cerro de Chinameca y Santiaguito, al sur del lago cratérico de Ilopango.

Ese cúmulo de temblores tuvo una primera réplica de importancia a las 16:30 horas del 4 de marzo de 1873. Un terremoto de 6.4 grados de magnitud estimada dañó con severidad las poblaciones de Santo Tomás, Soyapango, Ilopango, Mejicanos, Aculhuaca y Paleca (hoy parte de Ciudad Delgado).

Aunque las sacudidas posteriores a ese terremoto del 4 de marzo continuaron, su intensidad fue disminuyendo con el paso de los días, al grado tal que ya para el día 15 casi había desaparecido el temor de que adviniera una catástrofe de mayor envergadura. Gracias a eso, los cerca de 40 mil habitantes de aquella aterrorizada urbe habían comenzado a pasar las noches en el interior de sus viviendas y ya no en los patios, plazas y predios baldíos.

Sin embargo, a las 02:00 horas del 19 de marzo de 1873, un primer gran movimiento de la tierra, acompañado de retumbos, alerta a los habitantes capitalinos, que comenzaron a abandonar sus viviendas a todo correr.

Ese hecho impidió que hubiera una mayor mortandad cuando, a las 02:10 horas, sobrevieron una fuerte detonación subterránea y un violento megasismo vertical, oscilatorio y ondulatorio que echó por el suelo, en menos de cinco segundos, a la antigua San Salvador, de la que solo quedaría en pie una quincena de estructuras públicas y privadas, estremecidas por una réplica del sismo tres horas más tarde. Al trasmonte del cerro de San Jacinto o de Santo Tomás, apareció una luz rojo-violeta, emitida en ráfagas intermitentes. A la vez, algunas personas percibieron un olor sulfuroso sofocante.

El 19 de marzo era el día de San José, uno de los patronos de la Compañía de Jesús, en cuya residencia -confiscada en junio de 1872- el gobierno de la república había establecido el cuartel número uno de infantería. No era raro, pues, que la población capitalina, que había preparado con antelación los festejos litúrgicos correspondientes en los templos de Santa Lucía y La Merced, vieran en ese terremoto devastador una intervención sobrehumana, desde cuyas manos se dejaba caer un castigo divino sobre una población sacrílega y secularizada, que se dejó llevar por las arengas liberales y antieclesiásticas de intelectuales, escritores y políticos como el médico Dr. David Joaquín Guzmán Martorell o el abogado Dr. Francisco Esteban Galindo.

Entre la subida de casi un metro del nivel del lago de Ilopango, gritos agónicos, nubes de polvo y fuentes secas, grandes cantidades escombros, incendios y confesiones públicas individuales -hay que recordar que las gentes, presas del pánico, gritaban sus pecados postradas de hinojos en las calles, para no morir inconfesas-, los últimos vestigios de la San Salvador colonial pasaban a la historia. Lo poco que aún quedaba en pie sucumbió ante la fuerza de una réplica que sobrevino a las 05:00 horas de ese mismo día.

Según refiere José María Huezo en sus “Reminiscencias históricas (1856-1913)”, luego de todos esos movimientos de tierra “el parque y las calles quedaron [llenos] de mercaderías y otros objetos amontonados, que obstruían el tránsito” por aquella ciudad desolada y humeante, en la que “no se veían más que semblantes despavoridos, polvosos y jadeantes, que de vez en cuando pasaban por las calles contemplando la horrorosa calamidad”. Para evitar los saqueos, el gobierno nacional, presidido por el mariscal de campo Santiago González Portillo, dispuso el fusilamiento inmediato de toda persona que fuera sorprendida en acciones de robo y pillaje.

El presidente de la república instaló su tienda familiar y su campamento oficial en la Plaza de Armas (hoy plaza Libertad), desde donde ordenó fueran levantadas tiendas de campaña y estructuras provisionales de madera para dar cobijo y albergue a miles de damnificados y heridos de diversas consideraciones. Además, ordenó la retirada y sepultura de los cientos de cadáveres aplastados por los escombros, para así evitar posibles epidemias por la putrefacción y la proliferación de moscas y otras plagas.

El foco de conmoción o epicentro fue ubicado por la comisión científica gubernamental -compuesta por el general belga André van Severen y el científico francés Lucien Platt-, en la zona de los Texacuangos, sobre los bordes lacustres de Ilopango.

Unos 5 mil damnificados huyeron de San Salvador hacia la vecina y también dañada Nueva San Salvador o Santa Tecla. Los carretoneros les cobraban el equivalente a diez dólares de ese año por trasladar a las familias con sus pocas pertenencias rescatadas de los escombros. Allá se encontró a muchas de esas familias el capitán inglés de fragata William Robert Kennedy, uno de los principales testigos de esa catástrofe y cuya presencia en la capital destruida será desarrollada en la próxima entrega de esta serie de anotaciones históricas.