Lugareño interrumpió negocio entre Jorge Bernal y varios militares

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Autoridades harán tres jornadas de limpieza antes del invierno. Foto EDH / Mauricio Guevara

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2013-02-13 7:00:00

Entre el 11 y el 15 de abril de 2011, el sargento mayor primero Víctor Manuel Peña González estuvo a cargo de un equipo de explosivistas que tenía por misión destruir 9,563 granadas.

Por orden del Estado Mayor Conjunto de la Fuerza Armada (EMCFA), los explosivos habían sido entregados del Depósito No. 3 del Destacamento Militar No. 3, con sede en La Unión, y del Polvorín (almacén) No. 3 del Batallón de Apoyo Avanzado No. 1, con sede en San Miguel, según el documento militar No. 023 S-3/MG/CLASE V, firmado por el coronel Manuel Antonio Parada Granillo.

De esas 9,563 granadas del tipo M-67, Peña González ordenó a los cabos Jorge Nerio Lipe, José Alberto Flores Ramos, y a los soldados José Luis Chacón y Ángel Pérez Ramos, que escondieran (enterrándolas) 24 cajas que contenían 65 granadas cada una, esto es, un total de 1,560 granadas.

A las 10:00 de la mañana del 15 de abril, tres coroneles, un capitán y el sargento mayor primero Peña González firmaron un acta en la hacienda El Ángel 2, en la que se hacía constar que todo el material había sido destruido.

Pero el 26 de abril, a la medianoche, Peña González, en supuesta complicidad con los dos cabos y los dos soldados, se dirigió a la hacienda El Ángel 2 a desenterrar las granadas para entregarlas al sargento Espinoza Hércules, quien, a su vez, se las daría al contacto que él mismo identificó, como Jorge Bernal, durante una entrevista que le hicieron y que consta en el proceso judicial militar.

Todo iba bien. Los cabos y los soldados habían cargado cinco sacos de nylon con las granadas M-67 en el pick up en el que Peña González los esperaba.

Un temor infundado quebró el “negocio”

Juan Alegría jamás pensó en que del terreno que cuidaban varios soldados se estuvieran robando algo ese día de abril cuando escuchó el motor de un carro y unos ruidos extraños cerca de su casa, en el cantón La Joya, en Tapalhuaca.

El lugareño junto a su hermano Julio recién habían regresado de pescar. Pero al oír el ruido de motor de autos decidieron salir de sus casa, lámpara en mano, hacia el lugar donde dormían varias cabras de su propiedad, pues temían que se las hubiesen robado. Pero no vio nada, según relató durante los procesos judicial militar y en el penal actual en el que están acusados los ocho militares.

Peña González vio a alguien alumbrando con la lámpara que caminaba en dirección a donde se encontraban los soldados que custodiaban el terreno militar.

Imaginó que había sido descubierto y por eso se fue del lugar con las granadas que ya tenía, y las entregó al sargento mayor de brigada, Espinoza Hércules que estaba distante unos tres kilómetros.

Los dos soldados y los dos cabos, al no hallar a Peña González optaron por retirarse del lugar, abandonando cinco sacos de nylon con granadas. En el camino encontraron a Peña González, quien les cuestionó por qué se había retirado del lugar. Ya no regresaron por los sacos con granadas abandonadas. Ese fue el error.

Al siguiente día, los soldados que cuidaban el terreno los hallaron. Informaron a sus jefes. Las sospechas se enfilaron al grupo que recién había participado en la destrucción de las 9,563 granadas. Juan Alegría les malogró el negocio. Sin pretenderlo.