Conociendo a “Ana sonríe”, de Denise Phé-Funchal

La guatemalteca presentó la semana pasada su segunda novela en El Salvador. La también socióloga fue alumna de Rafael Menjívar Ochoa, en La Casa del Escritor.

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elsalvador.com

Por Stanley Luna @Sol_o_Luna

2015-06-30 7:00:00

Denise Phé-Funchal es narradora guatemalteca, pero en El Salvador tuvo a una persona que considera su maestro, el ya fallecido escritor Rafael Menjívar Ochoa, quien impartió el denominado Taller Literario de La Casa del Escritor.

La semana pasada, la artista presentó en la Embajada de México “Ana sonríe”, su segunda novela. Esta trata sobre la vida de tres hermanas: Ana, Lucrecia y Loreta, cuyas vidas se entrelazan en una historia de 250 páginas que se desarrolla en el transcurso de 12 horas.

Según su editor, Raúl Figueroa, los personajes de la obra no son convencionales y Phé-Funchal los presenta de una forma bastante aceptada.

Antes de la presentación, Phé-Funchal habló sobre su obra.

¿Cuáles son los retos a los que se ha atrevido Denise en “Ana sonríe”?

—Ampliar en la estructura, en la forma como está contada la historia. Traté de experimentar los tiempos. A lo largo de todo el proceso de estructura sí estuve probando, y la otra cosa fue también armar los personajes, conocerlos bien, porque cuando escribí “Las Flores” (su primera novela) una de los señalamientos que me hizo una crítica fue que los personajes estaban solamente como delineados y que no había una profundización en su psicología. Entonces, en esa fue buena parte del trabajo, entender a los personajes, irlos armando, ir pensando cómo eran, cómo pensaban, de dónde venían, toda esta cosa.

¿De qué forma influyó que usted haya crecido en un hogar que estuvo influenciado por la figura femenina? Estaba leyendo que creció con su abuela, su mamá, su tía y su hermano.

—Creo que vivir en un mundo dominado por mujeres te muestra que no es una cosa sencilla, no es una cosa que sea la misma experiencia para todos. A pesar que el medio, lo social, siempre está todo el tiempo bombardeando para construir cierto modelo de ser mujer: ¿qué significa ser mujer? Ser mujer es estar linda, servir a los demás, ser madre, ser esposa, ser amante, ser abnegada, darle un peso como muy importante a tus relaciones amorosas y todo eso. Entonces, por un lado, a vos te crían mujeres que son completamente díscolas y dispersas, cada una muy a su modo. Y por otro lado tenés toda esa presión social que te dice “ser mujer es esto”. Por ello, crecer sin una figura masculina fuerte -porque yo no tuve una figura masculina que yo pueda decir que era paterna, ni siquiera fuerte- te tome a pensar realmente “¿yo quién soy como mujer?, ¿cómo voy a construirme a partir de todo lo que te dice la sociedad?”, pero al mismo tiempo todas las cosas que vas viendo, qué querés repetir y qué no querés repetir”.

En la contratapa del libro se menciona que en la novela los personajes no caen en el estereotipo de una novela doméstica. ¿Cómo logró mantener esa línea entre lo estereotipado y la propia historia?

—Yo lo que de pronto te diría es que todas ellas en algún momento tienen la tentación de ser precisamente esto que te decía: de seguir el modelo de casarse. Tenés a Loreta que le aguanta la “casaca” durante años a Edgar de ser una mujer virgen, de llegar virgen al matrimonio, porque eso era lo que su espacio social dictaba, lo que ella pensaba enamorada del tipo, a lo que de alguna manera aspiraba y lo quería complacer, pero al final de cuenta son mujeres que no pueden. Hay una frustración a las que muchas nos enfrentamos mientras vas creciendo, de no poder encajar o darte cuenta que ese es el modelo que te van construyendo a lo largo de tu vida. Es simple y sencillamente una ilusión: la fidelidad, el matrimonio feliz. La que está más cerca de esto es Lucrecia, porque Lucrecia es una mujer acomodada, que tiene a sus dos hijos, tiene una sirvienta, no necesita correr en las mañanas para irse al trabajo, tiene su propio negocio y todo, pero eso no le garantiza la felicidad. Creo que en eso es en lo que se salen: son mujeres reales, no princesas Disney.

¿Cómo fue la exploración en el tema de frustración que sufren las tres personajes principales?

Lo que pasa que la historia sucede toda en 12 horas y lo que tenés es que esa añoranza, de alguna manera es una añoranza que es medianamente cercana a lo que acaban de vivir. Son mujeres que lo que están haciendo es liberarse precisamente de eso. Ana lo hace de una manera extrema, cada una lo hace a su forma. Lucrecia al final de cuentas está como en un proceso de volver a ser ella, de salir con otros hombres y todo eso. Loreta experimenta y finalmente decide irse. Al final de cuentas yo creo que todas las mujeres tenemos un poco de mezcla de esas historias, siempre hay alguien, te ilusionás, estás ahí, pensás que vas a ser algo que va a ser medianamente estable o que va a ser a largo plazo y luego te das cuenta de que no, de que el tipo con el que estuviste un montón de tiempo es alguien a quien no conocés, es alguien que al final de cuentas por sexo es capaz de dejarte y de dejar una historia que pudo haber ido para otro.

Me llama la atención la figura del perro que aparece en la novela, porque en cierta manera influye bastante en la línea conductora de la historia, sobre todo en Ana, siempre la hace volver al presente. ¿Cómo fue la construcción de ese “perrito” amarillo?

—Yo necesitaba un personaje que precisamente hiciera eso, halarla, traerla en la realidad, acompañarla, porque Ana, en el momento en el que está, al inicio del día ya está bastante perdida y de hecho lleva años perdida y el perro lo que permite es una especie de conciencia… y ¿cómo lo construí? De hecho ese perro sí existió, era mi perro, es un perro que se escapó hace años. Mi tío dejó la puerta abierta y el perro se escapó, pero mi mamá le decía el perro amarillo, se llamaba Shannon, pero era el “perro amarillo”, entonces siempre estaba ahí, yo me metía a bañar y él esperaba para lamerme los pies, ese tipo de cosas. Era como una compañía muy presente todo el tiempo, porque yo viví sola y viví como cuatro o cinco años con él, solamente con él. Era un poco eso, recrear esa presencia que a veces tienen los animales y que te acompañan como ángeles de alguna manera.

¿Cuánto tiempo le llevó escribir “Ana sonríe”?

—La pensé como durante dos años y medio, tres años, solo pensarla, que era como ir armando la historia y ya luego de eso escribí el primer borrador, en noviembre del 2012, me llevó un año y medio terminar ese borrador o más o menos un año limpiarla.

¿Desaparecieron o se incorporaron personajes en esa versión?

—Desaparecieron personajes, de hecho Lucrecia no existía, en lugar de Lucrecia era el pequeño Santiago, pero en el camino me di cuenta que ese personaje no cabía ahí, de pronto es un personaje que puedo utilizar en otra historia o que puede tener una historia propia. Entonces necesitaba otra mujer y de ahí es que nace Lucrecia.

En la novela hay mucho escenario citadino. Estaba leyendo en una entrevista que le hicieron en La Nación (Costa Rica) que usted vivió en el centro de la ciudad por mucho tiempo…

—Sí, de alguna manera es la ciudad que yo tengo metida en la cabeza. “Las Flores”, que es la primera novela, es lo mismo, es como la parte más vieja del centro. Esta ciudad que está en “Ana sonríe” es la ciudad de mi infancia y un poco, esa nostalgia de ver cómo esa ciudad se ha ido, no sé cuál sería la palabra…degradando…deteriorando. Cómo esa ciudad está más sucia, más irreconocible, más peligrosa, pero sí, no es la Ciudad de Guatemala, sino que son pedacitos. La Santa Infancia (escenario de la novela) existía a la vuelta de mi casa, enfrente de eso vivía La Tía Carlota, que sí es mi tía Carlota (personaje de “Ana sonríe”). Los lavaderos municipales están más o menos cerca de donde vivo ahora, entonces sí hay espacios que están recreados ahí, pero no es la Ciudad de Guatemala.

Ya dejando lado la novela, quisiera conocer sobre su experiencia en El Taller Literario de La Casa del Escritor y de qué forma Rafael Menjívar Ochoa dejó una huella en usted.

—Ay, me vas a hacer llorar… Yo conocía a Rafa en una en la Feria del Libro de Guatemala que habrá sido como en el 2004. Él llegó a dar un taller, un taller al que vos tenías que mandar un cuento o fragmentos de lo que estabas escribiendo y se suponía que no iba a estar abierto a todo el mundo. Yo ya traía una historia de escribir y por ahí mostraba algunas cosas y siempre era así de “no, no, no, a ti lo que te hace falta es tomar psicotrópicos, experimentar un poco más, drógate y vuelve a escribir”. Y de pronto encuentro a Rafael, ya cuando lo veo como a la distancia digo que Rafa me estaba, de alguna manera, diciendo: “No, la idea está ahí, pero esto no es un cuento como tal”… y bueno, está este taller que son tres días. Al principio éramos como 20, nos vamos quedando cinco-seis y después de eso Rafa comienza con la intensión, de alguna manera, de tener un taller de narrativa que fuera paralelo al taller de poesía de acá, y entonces, nos organizábamos y a veces nosotros veníamos o Rafael iba para Guate. En septiembre de ese año es la primera vez que yo vengo a El Salvador, que conozco a alguna de la gente de La Casa del Escritor y que comienzo a tener una relación mucho más cercana con Rafa, al punto de considerarlo mi máster, porque Rafael no fue solamente un maestro, fue una persona que me enseñó a respetar la literatura, respetar el oficio, saber cómo ser al mismo tiempo dios y el diablo, cómo crear y autoeditarte. También tengo aquí a Raúl que es un maravilloso editor, que también por ahí bordea y me dice “no, esta palabra aquí no. No, esto no queda bien”, ese tipo de cosas. Pero Rafa fue quien me dio las herramientas para de verdad llegar a encontrar una voz propia y aparte de eso, “híjole”, probablemente fue la primera figura masculina fuerte en mi vida. Pues eso… todavía es tan difícil hablar. Al final era mi cuate, mi hermano, compadre, mi máster.

Algunos dicen que usted era su favorita. ¿Es cierto?

—Sí, es cierto, jajaja.