Chile: El que decide la excepción es el que manda

En los Años Ochenta, Latinoamérica pareció haber abandonado el modelo del ejército decidiendo la excepción. Chile fue uno de los países que pareció abandonarlo en 1990. Pero ahora, treinta años después, parece haber retrocedido a tener un poder detrás de las instituciones democráticas: las multitudes desmandadas, que han mostrado que son capaces de imponer una decisión de cambio constitucional al resto del país —un millón de manifestantes contra 19 millones de chilenos— y totalmente fuera del debido proceso. 

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Los diputados de la Comisión de Hacienda, recibieron el documento. Foto EDH / David Martínez

Por Manuel Hinds

2019-11-27 5:01:11

Carl Schmitt, un famoso abogado constitucionalista alemán que defendió el derecho de Adolfo Hitler a imponer su tiranía sobre Alemania porque el parlamento germano había investido todos los poderes en él con más de dos terceras partes de los votos, hizo una observación no ideológica sino factual que lo volvió muy famoso antes de que eso otro pasara: el que decide sobre la excepción es el soberano.
Esa observación la hizo como parte de sus esfuerzos para demostrar que la democracia liberal no era viable porque, según él, es un sistema débil que no puede manejar crisis serias como las que se estaban planteando en los años 1920 y 1930, que eran, por cierto, muy parecidas a las que tenemos ahora. Según Schmitt, ese tipo de crisis sólo podía ser manejada por un tirano que no tuviera que andar preguntando a nadie para resolverlas.
Él usaba la institución romana de la dictadura temporal para ilustrar sus argumentos. De acuerdo con esa institución, el Senado romano, cuando confrontado por una crisis seria de gobernabilidad (una guerra, rebeliones, depresiones económicas) podía nombrar temporalmente a un dictador, que estaría a cargo por el tiempo estipulado de resolver el problema sin tener las normales restricciones que las leyes podían imponerle en su tratamiento de los ciudadanos.
Esto era aceptado como parte de la institucionalidad de la República Romana y se hablaba de esto como una posibilidad en la República de Weimar (Alemania) cuando estaba pasando por las crisis de los Años Veinte (la hiperinflación, los problemas con el pago de las deudas por reparaciones de la Primera Guerra Mundial) y de los Treinta (la Gran Depresión). Schmitt alegaba que la instalación de una tiranía, aunque fuera temporal, terminaba inmediatamente con la democracia liberal porque, aunque no hubiera una crisis, siempre estaría detrás del gobernante la sombra del que podía decidir si había llegado una excepción o no. Es decir, el que determinaba la excepción y llamaba al tirano temporal era el soberano.
La situación que pintaba Schmitt se manifestaba claramente en los regímenes latinoamericanos en los que podía haber un presidente civil pero que era derrocado inmediatamente por los militares si había una crisis o hacía algo que los militares no aprobaran.
En el lenguaje de Schmitt, el decidir que había una excepción al régimen democrático los convertía de hecho en los soberanos y, como tales, en los tiranos detrás de la silla civil.
Por supuesto, podría argüirse, las propias instituciones democráticas, como las asambleas legislativas podrían determinar cuando existía una excepción y darle más poderes al presidente para manejarla —de hecho dándole poderes de dictador por un tiempo limitado—. Pero Schmitt aseguraba que ninguna de las instituciones democráticas tenía las agallas para imponer el orden en convulsiones como las que el partido comunista estaba creando en su época en Alemania. Él incluso creía que la democracia liberal era tan débil que no podría lograr que sus soldados expusieran su vida por un ideal que él consideraba abstracto: la libertad. De allí su apoyo a Hitler.
La historia mostró que Schmitt estaba equivocado. En medio de la Gran Depresión, Alemania se fue por el lado del dictador, Gran Bretaña por el lado de formar, constitucionalmente, un gobierno nacional de coalición, Estados Unidos y otros países por gobiernos liberales democráticos. Doce años más tarde, en 1945, quedó claro que a las democracias liberales les había ido mucho mejor, que habían podido manejar sus crisis en libertad y que, además, habían ganado una guerra con el Eje en la que sus soldados habían dado su vida para defender lo que para Schmitt era sólo una abstracción: la libertad.
En los Años Ochenta, Latinoamérica pareció haber abandonado el modelo del ejército decidiendo la excepción. Chile fue uno de los países que pareció abandonarlo en 1990.
Pero ahora, treinta años después, parece haber retrocedido a tener un poder detrás de las instituciones democráticas: las multitudes desmandadas, que han mostrado que son capaces de imponer una decisión de cambio constitucional al resto del país —un millón de manifestantes contra 19 millones de chilenos— y totalmente fuera del debido proceso.
Y detrás de ese millón de manifestantes hay un grupúsculo mucho más pequeño, que es el que organizó todo y se ha convertido en el grupo más poderoso de Chile. Schmitt estaría impresionado.