Un patrimonio de recuerdos

Más allá del calado histórico que conlleva la reivindicación de un entorno que combina la armonía arquitectónica, el ocio popular, un parque señorial como santuario de la naturaleza y el elemento cultural con los museos que proliferaron a lo largo del Paseo del Prado, pensé en Madrid como eje fundamental de mi infancia y juventud: su hospitalidad a modo de anclaje a pesar del desarraigo que arrastraba mi familia en el exilio tras abandonar Cuba.

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Una mujer protesta en San Salvador en el Día Internacional de la Eliminación de la violencia contra las Mujeres. Foto EDH / archivo

Por Gina Montaner

2021-08-03 5:32:10

Cuando la UNESCO anunció la semana pasada que el conjunto del Paseo del Prado y el parque del Buen Retiro, en Madrid fue incluido en la lista del Patrimonio Mundial experimenté una profunda emoción. Era una manifestación de sentido de pertinencia a la capital española, independientemente de las circunstancias que te alejan temporalmente del lugar donde permanece tu corazón.
Cuando se supo la noticia me uní al júbilo de los madrileños, orgullosos de un espacio verde urbano que ha evolucionado a lo largo de la historia: cinco siglos marcados por el momento de inflexión en el que en el XVIII Carlos III abre estas dos áreas, hasta entonces acotadas para la nobleza, al pueblo llano. Bajo su reinado se añadió al conjunto el Real Jardín Botánico, convirtiéndose en el primer paseo de Europa y del mundo abierto a todas las “clases sociales”, dijo el embajador ante la UNESCO, Juan Perelló, con motivo del anuncio.
Más allá del calado histórico que conlleva la reivindicación de un entorno que combina la armonía arquitectónica, el ocio popular, un parque señorial como santuario de la naturaleza y el elemento cultural con los museos que proliferaron a lo largo del Paseo del Prado, pensé en Madrid como eje fundamental de mi infancia y juventud: su hospitalidad a modo de anclaje a pesar del desarraigo que arrastraba mi familia en el exilio tras abandonar Cuba.
Llegué a Madrid con 10 años y muy pronto pasé de ser la niña extranjera en el colegio del barrio a una más, ávida de integrarme a las costumbres y modos de una ciudad que nos resultó acogedora desde el principio. No tardé en callejear por la zona de Estrecho con las compañeras de clase. Incluso la hora de la merienda, con la barrita de pan con chocolate que entonces me pareció tan novedosa, se convirtió para mí en un ritual que le exigía a mi madre. Quería ser como el resto de las chicas. De manera inconsciente, había comenzado mi españolización. O, más bien, mi asimilación como madrileña de adopción.
Con mis padres y mi hermano pequeño frecuentábamos el monumental edificio de Correos, al borde del Paseo del Prado y frente a la plaza de Cibeles. Íbamos en busca de la correspondencia que llegaba a un apartado postal. Eran los primeros tiempos del proyecto de una editorial que mis padres fundaron y que dirigieron durante años. Formaban una joven pareja que antes de los treinta años ya tenía dos hijos y el sueño de afincarse en una ciudad que los había deslumbrado. Más de un fin de semana acabamos remando en el estanque del parque del Retiro, donde mi padre nos mostró por primera vez el monumento del Ángel Caído, una de las pocas esculturas en el mundo dedicada al Diablo. Todavía en aquella época existía en el recinto la Casa de las Fieras, un zoológico a la antigua usanza donde un león melancólico se asomaba a los barrotes de la reducida jaula. Hoy en día en esas dependencias hay una biblioteca pública del Ayuntamiento de Madrid.
Ya en la adolescencia los alrededores del Paseo del Prado y el Retiro se convirtieron en recorridos para campear a nuestras anchas cuando, en pandilla, íbamos de bares por el Centro de Madrid. Más de una vez los recovecos del parque fueron paseos ideales con novietes. Historias de amor incipientes que se vivían como el romance definitivo. El mismo parque donde, años después, haría pícnics con mis dos hijas y la avenida Menéndez Pelayo, a la altura de la plaza de Mariano de Cavia, sería nuestro nuevo vecindario.
Cuando mis padres se establecieron en Madrid en la década de los Setenta, en los albores de la transición a la democracia, no imaginaron que algún día vivirían en un piso con vistas al Retiro. Antes, llegamos a vivir en la finca donde, tal y como señala un relieve del busto de Miguel de Cervantes, se estableció el autor de El Quijote hasta su muerte. La calle Cervantes, en pleno barrio de las Letras, desemboca en el Paseo del Prado. La belleza de ese Madrid añejo, angosto y familiar me conmueve hasta el día de hoy.
Ahora, en esta etapa en la que el pasado sobresale en el lienzo de la vida como el efecto pentimento en la pintura, el laureado Paisaje de la Luz es la alameda del retorno. Un patrimonio de recuerdos. [©FIRMAS PRESS]

Escritora y periodista/Twitter: ginamontaner