Un escribano en la escaramuza

El escribano, recuperado el aliento y al ver a los indios en retirada, concluyó lo que, lamentablemente, la humanidad entera ha venido practicando desde hace siglos

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"Chicho" Orellana (Der.), de El Salvador, en lucha con el jamaiquino Dever Orgill. Foto EDH / AFP

Por Max Mojica

2019-06-30 8:03:09

Hernán Cortés empujó al escribano, Domingo de Plasencia, que estaba más pálido que las posaderas de un albino.
“¡Voto al diablo! —rugió el conquistador— ¡Que no veis a los indios ya listos para dejarnos como alfileteros! ¡Mira que tenéis que cumplir con la orden del Rey! Lea norabuena el requerimiento y zanjemos el negocio”.
Temblando como una hoja y bajando a todos los santos, el escribano dio un tímido paso en tierra de nadie, que separaba a los hombres de Castilla, de los bravos guerreros mexicas.
Extrajo de su faltriquera, un cartapacio con dos hojas cosidas. Con manos temblorosas e intentando secarse el sudor de su cara, pensó para sus adentros: “Sacratísima Trinidad, ¿quién, por ventura, mandó a meterme en semejante brete?”.
El escribano, un hombre de letras, de temperamento pacífico, conocía de guerras únicamente lo que había leído en el Amadis de Gaula, por lo que los gritos de los indios, el agitamiento de garrotes y el sonido de las caracolas, le ponían la piel tan enchinada, como una gallina lista para sopa. “¿Cómo, por gracia de la Virgen, escucharán la proclama del rey en medio de semejante pandemonium?”, se preguntó.
Con tal de cumplir con la orden de Sus Católicas Majestades, el escribano se atrevió a dar otros pasos para acercarse a los indios. Tenía que cumplir fielmente con las reales instrucciones; ello, implicaba que tenía que actuar como pregonero y leerles a los indios, en altas, claras y pausadas voces, y antes de entrar en refriega, la generosa oferta real: si pidiesen el bautismo, abjuraran de sus vicios y múltiples dioses y se entregasen de corazón, de forma pacífica y sin humana resistencia, a la verdadera religión y sin queja ni llanto, depusieran sus armas, entonces, y solo entonces, los monarcas le concederían la enorme gracia de considerarlos sus súbditos, acogerlos como buenos hijos de Castilla y veros hijos del Dios verdadero y eterno.
El escribano, sacando fuerzas de flaqueza, empezó el pregón: “De parte del muy alto e muy poderoso e muy católico rey, defensor de la Iglesia, siempre vencedor y nunca vencido, Rey Don Fernando V de España, de las Dos Sicilias, de Jerusalén e de las Islas e Tierras Firmes del Mar Océano; yo, Maese Domingo de Plascencia, criado y mensajero de Sus Majestades, les hago saber…”.
El escribano tuvo que agachar la cabeza para evitar la primera pedrada, que las hábiles ondas de los mexicas empezaban a dejar caer sobre las fuerzas castellanas. Volteó y vio a sus espaldas cómo el Capitán Cortés ordenaba a sus sargentos desplegar los escuadrones según el uso de la milicia: escopeteros delante, seguidos de ballesteros. Escuderos detrás, con las espadas desenvainadas, al lado de los perreros que sujetaban bravos mastines, que ladraban como locos, queriendo soltarse.
Sintiéndose acuerpado, se aclaró la garganta y continuó el pregón: “ …que Dios nuestro Señor único y eterno, que creó el cielo y la tierra, un hombre y una mujer, de quienes nosotros y vosotros fuimos procreados, creación sucedida hace cinco mil años e más; sepan que de toda esta gente, nuestro Señor dio cargo a uno que fue llamado Pedro, para que fuese superior de todo lo humano. Por ende, os ruego que entendáis lo que he dicho y meditéis sobre ello el tiempo que fuere justo y nos comuniquéis lo decidido”.
Ajenos a la diatriba, principalmente debido al banal hecho de que no entendían ni jota de la lengua de Castilla, los indios aulladores iniciaron el ataque, lanzándose sobre los barbudos y pálidos extranjeros. El escribano dio muestras de una agilidad en carrera que hasta él mismo desconocía y para cuando el indio de vivos penachos estaba a punto de ensartarle su macana en la testa, sonó el primer arcabuz. Luego del trueno, el indio beligerante quedó sin su extremo pensante, mientras que el resto de indios retrocedía asustado e indeciso.
El escribano, recuperado el aliento y al ver a los indios en retirada, concluyó lo que, lamentablemente, la humanidad entera ha venido practicando desde hace siglos: la mejor manera de aderezar con convencimiento un mensaje y predicar forzadas razones y religiones, no hay duda de que es conveniente hacerlo, acompañando el pregón, con el sutil sonido de una bala.

Abogado, máster en leyes. @MaxMojica