Sergio y compañía

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Foto EDH/Iliana Avila

Por Mónica Michiels de Molina 

2019-05-25 6:36:01

Ha llegado al Cielo un niño tan grande, que ya quisiéramos los adultos aprender de sus cosas de niño.
Sergio, que batalló hasta hace unos días contra un cáncer que sólo lo hizo crecer, quiso de una manera genial que miles nos llamáramos “su equipo” y así, sin querer queriendo, empezó un proceso que no culminará con su fallecimiento. Sergio se dedicó a rezar y a ponernos a rezar. Se rehusó a perder la esperanza, la serenidad y la alegría.

Comprendió desde temprana edad, esa en la que otros pensábamos casi sólo en la siguiente película del cine, o en el grupo de música del momento; que si uno enfrenta una batalla, grande o pequeña, la primera ayuda que conviene enlistar es la divina.

No es que se tratara de un ser celestial desde el inicio del cáncer. Era un niño sumamente capaz y felicísimo de empezar un juego de cualquier tipo, en su cama de hospital, y de robar incluso uno que otro dulce que sirviera como ficha. Es más bien, que estaba rodeado de bondad. Sus papás, sus hermanos, sus abuelos, sus tíos, sus primos, sus amigos. Todas las personas que de una u otra manera participaron en el proceso de su cáncer, fueron enseñándole con la natural sabiduría de una familia bondadosa, que había que levantar los ojos al Cielo y no quedarse en la queja, en el dolor, o en el malestar, en todas las múltiples molestias que son inimaginables para los que no hemos estado en sus zapatos.

Los pasillos por los que caminaba con paciencia, los arbustos del lugar en el que le llevaban a sentarse afuera quedaron tapizados de Aves Marías, de risas, de bromas y, por supuesto, también de lágrimas, pero lágrimas convertidas en ofrecimiento a Dios.

Quien se asomara quedaba fichado para rezar por él. Médicos, enfermeras, jugadores de fútbol, artistas, amigos, papás de amigos, conocidos, Instagramers, etc. Sergio rezó y puso a rezar. Aprendió y enseñó en el proceso que las verdaderas bendiciones de la vida son, a veces, las que vienen pegadas al dolor, y convirtió así lo más humano en divino.

Todo en él mostraba un gran corazón, que fue haciéndose cada vez más generoso, más paciente, más amoroso, y es que se rehusaba a estar sin su mamá a la par. Y ella fue, con todo el amor del mundo, en una entrega incansable, ejerciendo el oficio de médico, de enfermera, de psicólogo y, por supuesto, de payaso. Así, en esa mezcla agridulce de malestar y risa, Sergio fue aprendiendo del ejemplo de quien se da sin medida, a buscar, a encontrar y a amar a Dios cada vez más.

Y él le fue dando cada vez más y más la capacidad de entender que todo esto se trataba de mucho más que de malestares y de hospitales. Es en parte, por eso, que esta batalla sólo comienza. Aunque sus papás y sus hermanos pueden ahora decir “misión cumplida”, Sergio llegó al Cielo. A los demás nos falta todavía aprender de esa coherencia, de esa unidad, de la serenidad, de su alegría y su fortaleza, de ese amor a Dios sin medida. Para poder encontrar el sentido profundo de cada una de nuestras vidas, en las que enfrentamos retos posiblemente mucho más sencillos que él.

Sergio ha hecho lo que cada uno de los santos: imprimió ya en su página de vida un camino a seguir, sólo hay que decidirse.