En El Salvador siempre hay algo distinto en el aire cuando llega la Semana Santa. Las calles se vacían poco a poco, las terminales de buses se llenan, las tardes saben a torrejas y jocotes en miel, el país entero parece transcurrir en un ritmo más pausado. Para muchos es el momento más esperado desde que inicia el año: los días de una merecida pausa, un respiro entre el agobio cotidiano. Esta época, casi siempre muy esperada y muy fugaz, es tan agradable que pocas veces nos detenemos a pensar que ese derecho al descanso no es un regalo, sino una conquista.
Descansar, en sociedades como la nuestra, históricamente ha sido un privilegio. O más que eso: un campo de batalla. La jornada laboral de ocho horas, los días de asueto, las vacaciones remuneradas, todo eso por lo que hoy suspiramos cuando llega Semana Santa, no siempre estuvo garantizado. Fue necesario que existieran sindicatos, huelgas, mártires obreros, y sobre todo, una conciencia colectiva que marcara con firmeza la pausa para hacer que las generaciones venideras asumieran que la vida no es solo trabajar, que también es indispensable vivirla.
Y vivir, en este país, sigue siendo una realidad desigual. No podemos obviarlo: mientras algunos empacan maletas para la playa o las montañas, otros se quedan a la sombra del trabajo informal, del “si no salgo a vender hoy, no comemos mañana”. Están también quienes limpian las casas vacías de quienes sí se fueron de viaje, quienes vigilan calles ajenas mientras otros descansan, quienes trabajan el doble porque la demanda aumenta. Personal de restaurantes y sitios turísticos, repartidores, salvavidas, vendedoras de minutas, motoristas de rutas largas, personal médico de turno, personal de limpieza, agentes de seguridad. Ellas y ellos, que son tan parte de la supervivencia de este país como aquellos que descansan. O quizás más.
Por eso vale la pena decir todas las veces posibles que el descanso es un derecho. Y como todo derecho, debe defenderse, universalizarse y hacerse valer. Que no haya distinción entre quienes pueden tomar una pausa con dignidad y quienes solo conocen el agotamiento, porque descansar no es ocio vacío, no es un lujo superficial. Es una necesidad humana, un acto de cuidado y una forma de justicia.
La Semana Santa, además de la merecida vacación, representa también un tiempo cargado de significados y significantes. Desde la tradición cristiana conmemoramos el dolor, la injusticia, el sacrificio y la esperanza. En nuestro país, histórica y masivamente creyente sabemos, que el viacrucis de Jesús de Nazaret no es solo un conjunto de ritos religiosos, sino un símbolo que nos recuerda cuán capaces somos los seres humanos de infligir y de redimir. La figura de un mártir por la fe, del que sufre por otros, del que carga el peso de una realidad injusta, siempre está vigente en los rostros anónimos de tantos salvadoreños y salvadoreñas que día a día cargan con cruces invisibles: deudas impagables, violencia estructural, desigualdad crónica.
En ese sentido, también descansar se vuelve una forma de resistir. Resistir a una dinámica de vivir (¿sobrevivir?) que nos exige disponibilidad las veinticuatro horas, al mandato de productividad sin fin, al desprecio por el tiempo propio. Y resistir, sobre todo, al olvido. Hoy en día olvidamos fácil: olvidamos que mucho antes de nuestros propios recuerdos individuales hubo un tiempo en que no había feriados, ni aguinaldo, ni indemnización. Olvidamos que nuestras tradiciones —el pescado seco, los frutos en miel, las procesiones, las alfombras— también son formas de comunidad, de encuentro, de memoria.
Claro que es válido disfrutar. Que vengan las selfies frente al mar, los partidos de playa con los primos, las idas al pueblo, los reencuentros. Pero también, ojalá, que en medio de ese goce exista espacio para la reflexión. Que nos preguntemos: ¿quiénes no están aquí porque no pudieron parar? ¿Qué derechos hacen falta por conquistar para que el descanso llegue a más?
Hoy que las redes sociales se inundan de atardeceres playeros, pensemos también en quienes caminan bajo el sol vendiendo pan francés en las playas, en las madres que madrugan a preparar comida para vender en la carretera, en los niños que acompañan a sus familias trabajando porque las vacaciones no llegaron hasta su casa. Y pensemos también en las luchas que nos trajeron hasta aquí: en los movimientos sindicales que pelearon por lo básico, en las personas que entendieron que la vida digna pasa, necesariamente, por el derecho a descansar.
Porque sí: descansar también es un acto político. Y reivindicarlo es honrar a quienes hicieron posible que hoy podamos apagar el celular, abrazar a los nuestros, contemplar el horizonte sin culpa. Que esta Semana Santa no sea solo pausa, sino también gratitud y conciencia. Que el descanso se vuelva más que un derecho: un compromiso con la dignidad compartida.
Feliz descanso. Y para quienes no lo tienen aún, que llegue pronto, con justicia y sin condiciones.
Analista político.