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Obediencia, ¿una virtud?

Cumplir una orden que implique una ilegalidad es tan condenable en el mundo privado como en el público. El militar no le debe obediencia a su superior jerárquico cuando éste le ordena torturar a un prisionero indefenso. Un policía no le debe obediencia a su estructura de mando cuando ésta desarrolla una política represiva a los derechos humanos en perjuicio de los ciudadanos. Los funcionarios públicos pueden negarse a ejecutar una orden que implique una ilegalidad o un acto inconstitucional.

Por Maximiliano Mojica
Abogado, máster en leyes

La obediencia es una opción de la voluntad, un derivado de nuestro desarrollo intelectivo. Desde nuestra más tierna infancia se nos enseña a obedecer, educación que nos permite insertarnos socialmente y experimentar los beneficios derivados de una sana convivencia.

Las estructuras económico-político-social-espiritual que rigen nuestra vida ciudadana se benefician directa o indirectamente de dicha obediencia; por ello tienden, usualmente, a premiar o promocionar al obediente. Entre más profunda e incondicional es la obediencia, mayor es el reconociendo que recibe el obediente dentro de la estructura a que pertenece.

Siendo una virtud del intelecto y de la voluntad, no se encuentra presente en ninguna otra especie de mamíferos diferente al Homo Sapiens, por ello, los mamíferos superiores no pueden vivir en colonias ni ciudades con miles de individuos, sino que únicamente se interrelacionan en manadas que raras veces superan unas pocas decenas.

Por tanto, la obediencia nos distingue como especie. Nos permite asimismo desarrollar gobiernos funcionales y estructuras sociales colaborativas, dentro de las cuales se encuentra el legítimo ejercicio de la autoridad, ya sea esta administrativa, laboral, religiosa, social, familiar, política y militar. Pero como sucede con todos los aspectos de la vida humana, desde la perspectiva filosófica y ética, la obediencia también tiene sus límites.

Por ejemplo, la obediencia de un hijo hacia su padre es un valor humano innegable, pero el hijo no le debe obediencia a su padre cuando éste le ordena cometer un delito. El alumno no le debe obediencia a su maestro o el feligrés al sacerdote cuando éstos le ordenan someterse a sus ilegítimos impulsos sexuales. El empleado no le debe obediencia a su patrón cuando éste le ordena sorprender en alguna forma la buena fe del consumidor.

Cumplir una orden que implique una ilegalidad es tan condenable en el mundo privado como en el público. El militar no le debe obediencia a su superior jerárquico cuando éste le ordena torturar a un prisionero indefenso. Un policía no le debe obediencia a su estructura de mando cuando ésta desarrolla una política represiva a los derechos humanos en perjuicio de los ciudadanos. Los funcionarios públicos pueden negarse a ejecutar una orden que implique una ilegalidad o un acto inconstitucional.

Por tanto y en términos generales, todos estamos llamados a no ejecutar una orden cuando esta implica lesionar o violar derechos de terceros, cometer un delito, favorecer la corrupción o alterar el orden público. Cuando denunciar al superior que exige que cometamos la ilegalidad no es una opción (por diversas razones), la única alternativa ética posible para solucionar el conflicto legal, moral y ético planteado por una orden es renunciar al cargo antes de cometer la ilegalidad que se nos requiere.

La historia está llena de infamias que se han cometido en nombre de la “obediencia” y por el fanatismo de las personas que la ejecutan, que prefieren renunciar a pensar y analizar las consecuencias de la orden, antes de negarse a cumplirla. Desde la caza de brujas hasta la tragedia religiosa de Jim Jones en Guyana, pasando por los genocidios nazi, soviético, camboyano y ucraniano. Desde la marcha de la muerte en Turquía hasta El Mozote, Todos ellos fueron cometidos por instrumentos del gobierno de turno quienes exigieron obediencia a sus crueles mandatos.

En los juicios de Núremberg se propuso la tesis de defensa por parte de los jerarcas nazis respecto a su conducta: “yo solamente obedecían órdenes superiores”. Pero fiscales aliados expusieron con tino que ninguna autoridad está obligada a ejecutar una orden que viole los derechos humanos o cualquier derecho legítimo de terceros. La postura filosófica y ética es simple: no puede existir orden alguna que nos conmine a cometer una ilegalidad.

Cuando la humareda del conflicto social se disipe y el polvo de la violencia haya disminuido en El Salvador; cuando la sangrienta sed de venganza que vive nuestro pueblo se haya saciado, vendrán los juicios para deducir responsabilidades. Aquí o en los tribunales internacionales, incluyendo el de La Haya, por violación masiva a los derechos humanos. El argumento de que “yo solo seguía órdenes superiores”, igual que en Núremberg, no les servirá de mucho.

 

Abogado, Master en leyes/@MaxMojica

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