Para sanar las heridas de la Nación

La revancha poco hace. El odio poco hace. Buscar la conciliación y la concordia pueden cambiar el destino de nuestro pueblo y demuestran, ante todo, grandeza moral

descripción de la imagen
Marvin Monterroza (12), de El Salvador, controla el balón frente a Orbelín Pineda, de México (10). Foto: Concacaf

Por Carmen Marón

2021-08-18 5:42:21

Una de mis más grandes alegrías ha sido ver cómo muchos niños y jóvenes vuelven a clases de manera presencial...distinta, pero presencial. También lo ha sido, algo que no pensé, el tráfico. Poco a poco, la gente vuelve a hablar de planes, algo que había abandonado. Para algunos —porque mentira sería decirlo que para todos, ya sea por temor, o porque su situación económica ha sido afectada— estamos aprendiendo a vivir en la nueva normalidad.
Me preguntaba el otro día, después que hice el ridículo al echarme encima una lata de refresco, porque se me olvidó que tenía puesta la mascarilla, cuánto tiempo más voy a usar mi “pico de pato” (yo he apostado dos años). Que me tomen la temperatura y untarme alcohol gel en las manos se ha vuelto algo automático también. Por mi parte, he comenzado a tratar de sanar las heridas y traumas de la cuarentena: logré ahorrar para pintar mi casa de un gris suave que me hizo olvidar el amarillo que vi durante cinco meses de encierro; volví a plantar helechos; he comenzado a ver qué hago con la tumbergia que se comió mi pequeño jardín durante este año; he retomado mi misa diaria. Todos los días salgo, con alcohol gel, tres mascarillas y toda mi parafernalia de maestra, a retomar lo que al final siempre fui. Mis tiempos de gerente quedaron atrás. Esta es mi nueva normalidad.
Hay momentos en que temprano en la mañana, sentada en mi pequeño jardín, con mi taza de café, puedo olvidar el horror y el miedo y soñar un poquito. Hay momentos en los que, mientras doy terapia y trato de entender cómo hacer que mi alumno obtenga herramientas para su aprendizaje, se me olvida que estoy allí porque mi vida dio un giro inesperado. Hay momentos en que me escapo a la playa y veo el atardecer y una vez más mi corazón se llena de amor por este país que me vio nacer.
Y sé que como yo, poco a poco, muchos están tratando de volver a tejer los hilos de sus vidas. Pero también sé que muchas de mis vecinas y amigas le están diciendo adiós a sus hijos que se van a estudiar en el extranjero con la esperanza que no vuelvan. Sé que muchos están haciendo esfuerzos por seguir con sus negocios a pesar del miedo al bitcoin, a pesar de la incertidumbre general y sé que una vez más nos hemos vuelto un país de dudas y silencios. ¿Será esa persona que acabo de conocer afín o no? ¿Si digo algo, me voy a meter en líos o no? Y cuando uno habla de sanar un país, como yo en este artículo, inmediatamente saltan los insultos, las acusaciones temerarias, las suposiciones de que uno en el pasado apoyó a tal o cual partido. Muchos nunca apoyamos a nadie. Simplemente vivimos una vida que ahora estamos tratando de retomar. Somos un país herido que se niega a sanar
Pero verán, mucho se ha hablado de “manejar bien la pandemia”. Estoy de acuerdo con que los datos de las muertes y de las compras no deberían ser reservados, pues al final pueden resultar útiles a futuro. Pero, más allá de eso, creo que se debería repensar que es “manejar bien una pandemia”. ¿Es sólo gráficas de contagios? ¿Es sólo una campaña de vacunación, que dicho sea de paso, es muy buena? O “manejar bien” una pandemia significa también de alguna manera ayudar a un país entero a sobreponerse de este trauma, a hacer que el ciudadano se sienta seguro? Francamente, yo hace mucho tiempo dejé de ver el número de contagios. Me vacuné y hago mi parte. Estoy luchando por pensar en la vida, a pesar de que, con toda honestidad, le temo al virus.
Últimamente, se ha estado hablando de comisiones de sobresueldos y oenegés. El problema no son las comisiones, el problema es que no es el momento. Lo siento, pero no lo es, porque la manera que se llevan añaden a la zozobra colectiva. Hay momentos en que lo mejor que puede hacer un Estado (y hablo aquí del Estado en pleno) por los ciudadanos es crear un ambiente donde todos nos sintamos seguros, donde no se piense que cada martes nos endeudamos más, donde no haya silencios causados por el miedo. Y para eso se necesita todo aquello que de forma y de hecho conduzca a la paz.
En 1865, Abraham Lincoln pronunció su segundo discurso inaugural en un país desgastado y destruido literalmente hasta las cenizas por una Guerra Civil de cuatro años. Al final, escribió: “Con malicia hacia nadie, con caridad hacia todos, con firmeza en lo correcto, como Dios nos permite ver lo que es correcto, esforcémonos en terminar la obra en que nos encontramos; para sanar las heridas de la nación, para cuidar de aquellos que murieron en la batalla, de sus viudas y sus hijos huérfanos; para las tareas que nos lleven a alcanzar y apreciar una paz justa y duradera entre nosotros y con todas las naciones”.
Después de año y medio de batalla, y de cara al Bicentenario, es tiempo de sanar nuestras heridas como nación. ¿Significa aplaudir la corrupción? No. Pero si significa tener la caridad de primero sanar, de reconocer que todos hemos perdido seres queridos, fuentes de ingresos y quizás hasta esa fe que los padres de la Patria dicen tener puesta en Dios y que se necesita estabilidad para seguir adelante, no conflicto.
La revancha poco hace. El odio poco hace. Buscar la conciliación y la concordia pueden cambiar el destino de nuestro pueblo y demuestran, ante todo, grandeza moral. Esperemos se busque y se logre esa “paz justa y duradera con nosotros y todas las naciones” que tanto necesitamos.

Educadora, especialista en Mercadeo con Estudios de Políticas Públicas.