Uno de los principios básicos de la democracia es que gobierna quien logra más votos en procesos electorales que se presumen libres y competitivos. Esto significa que todos los partidos políticos debieran contender en las mismas condiciones y que existe una instancia autónoma e imparcial que arbitra el proceso, con lo cual se garantiza que la voluntad del electorado será respetada. En el caso salvadoreño, elecciones de este tipo solo se dieron después de los acuerdos de paz de 1992. Esta transparencia y competitividad parecía estar garantizada, pero en los últimos tres años hemos visto una peligrosa involución democrática.
En una democracia, el triunfo de un partido o alianza no descalifica a los perdedores. Al contrario, la oposición juega un papel importante en tanto que representa a una minoría que dará seguimiento al trabajo del nuevo gobierno, seguramente lo criticará, pero también podría apoyar sus iniciativas.
En otras palabras, en una democracia, la intolerancia no debiera existir. Lastimosamente, el poder obnubila fácilmente a quienes lo obtienen. Esta tendencia ha sido recurrente, pero se intensifica en gobernantes autoritarios y populistas. La razón es sencilla. No tienen vocación democrática, no les gustan los controles y contrapesos propios de un sistema republicano. Además, estos regímenes valoran mucho la popularidad, y una manera barata de ganarla es mostrándose intransigentes y radicales, llegando al grado de provocar conflictos y escándalos con el único objetivo de ser el centro de atención. Atizar la intolerancia desde el poder es una práctica antigua. Pero esta tendencia se incrementó en los siglos XIX y XX en la medida en que se expandían los medios de comunicación: prensa, radio y televisión fueron los medios más usados. Hoy día, son las redes sociales.
Ahora bien, independientemente de la forma en que haya llegado al poder, casi siempre un gobierno nuevo generalmente tiene más apoyo popular. En tales condiciones puede mostrarse más tolerante con la oposición. El apoyo puede aumentar o disminuir según sea la calidad de la gestión de gobierno y la habilidad comunicacional que tenga. Todo gobierno maneja una agenda de comunicaciones mediante la cual trata de comunicar sus logros, mejorar su imagen y responder a críticas y ataques. Eso es entendible, lo que no puede aceptarse son abusos tales como: un gasto exagerado en esos rubros; usar los recursos del Estado para atacar a sus adversarios, y elevar tanto el tono del discurso con miras a descalificar en términos absolutos a cualquiera que considere como opositor.
¿Por qué razón? Porque de ese modo se genera un ambiente de intolerancia política que fractura al cuerpo social. Esto será más peligroso en la medida en que el gobernante sea más popular y concentre más poder. Es cierto que la oposición puede obstaculizar la agenda de gobierno, pero también puede evitar abusos y señalar errores; es necesaria.
También es cierto que la prensa puede resultar incómoda, pero lo es para todo gobierno, no para uno en particular. Condenar y estigmatizar a la oposición política y a la prensa es negar la esencia de la democracia.
Un gobierno honesto y transparente no debería tener problemas para lidiar con la oposición y la prensa. La principal arma para enfrentar a la primera son las ideas, los argumentos y los hechos. Y el debate no debería condicionarse al tamaño de la representación de la oposición. El mejor antídoto contra una prensa incómoda o incluso abiertamente opositora es la transparencia y la rendición de cuentas. Así de sencillo.
En otras palabras, el ejercicio del poder exige cierta moderación que en ningún modo significa debilidad. La moderación es el mejor camino para buscar acercamientos, cooperación y construir consensos. Al contrario de la intolerancia y la opacidad que provocan polarización, división social y conflicto. La moderación y el respeto a la ley (que incluye aplicarla al margen de los problemas políticos) son factores claves para generar confianza, estabilidad y gobernabilidad.
Los discursos confrontativos, las descalificaciones absolutas, la denuncia sin fundamento de conspiraciones, las escenificaciones del poder para mostrar fuerza son útiles para aumentar la popularidad. Pero fatalmente terminan generando polarización y fragmentación social. La distancia entre la intolerancia y la vulneración de derechos; entre la limitación de libertades y la persecución política es tan corta que el tránsito de una a otra condición puede pasar inadvertido; las consecuencias solo se ven después, cuando ya puede ser tarde.
La polarización y el conflicto que hoy experimentamos no son una fatalidad inherente a la vida política, sino el resultado de elecciones conscientes —especialmente desde el poder— que erosionan los pilares de la convivencia democrática. La esencia misma de la democracia se funda en la pluralidad de ideas y en la coexistencia pacífica de quienes piensan distinto. Renunciar a la tolerancia y al respeto es, en última instancia, renunciar a la posibilidad de construir un futuro compartido.
Frente a este desafío, el camino a seguir no es el de la intransigencia que tan a menudo nubla el juicio, sino el de la moderación y la transparencia. Como se ha planteado, un gobierno honesto no teme a la crítica ni a la fiscalización, sino que las abraza como elementos vitales para una gestión pública eficaz y limpia. Las ideas, los hechos y los argumentos deben ser siempre el arsenal de la política, no las descalificaciones absolutas o las narrativas de conspiración que solo buscan dividir. La verdadera fortaleza y madurez de una sociedad se fundamentan en el respeto al adversario, en la capacidad de escuchar y de responder con argumentos sólidos. A partir de estas premisas es posible buscar acercamientos y construir consensos que beneficien a todos, más allá de las diferencias partidistas. No es fácil ni cómodo, pero es necesario.
La superación de la polarización, sin embargo, no es una tarea exclusiva de quienes detentan el poder. Es una responsabilidad compartida que recae en cada ciudadano y en cada institución. Es el compromiso de defender la ley por encima de las pasiones políticas, de exigir rendición de cuentas y de valorar la diversidad de pensamiento como una riqueza, no como una amenaza. Reconocer la validez de la oposición y de una prensa independiente no es un signo de debilidad, sino el más claro indicio de una democracia vibrante y sana.
Al final, la vida democrática no es un estado estático, sino un proceso dinámico de construcción y reconstrucción. La tolerancia y el respeto son las argamasas invisibles que unen a una sociedad, permitiéndole avanzar unida, debatir sin destruirse y, en última instancia, construir un futuro más justo y estable para todos. Este es el espíritu que debemos recuperar, el faro que debe guiarnos para tejer nuevamente el tejido social fracturado y reafirmar que, pese a las diferencias, compartimos el mismo destino y la misma necesidad de convivir en paz.
Historiador, Universidad de El Salvador