No es lo que les interesa saber, sino lo que les conviene escuchar

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Foto EDH/ Archivo

Por Carlos Domínguez

2019-06-25 4:23:03

Fue presentada con mucho bombo y platillo una propuesta de reforma a la Ley contra Delitos Informáticos, por la cual, “el que por medio de perfiles falsos, ya sea utilizando la identidad de otra persona o creando personajes; difamare, calumniare, injuriare y divulgare hechos falsos, para dañar el honor, la intimidad personal o familiar y la propia imagen de personas naturales o jurídica, o realizare Apología del Delito (trata de justificar acciones de dudosa legalidad), a través de redes sociales o tecnologías de la información y comunicación, será sancionado con prisión de cuatro a ocho años de prisión”.

La iniciativa fue enviada a la Unidad Técnica Ejecutiva del sector Justicia, que determinó que no es viable. Sin bombo y platillo, los diputados de la Comisión de Legislación dictaminaron desfavorable, por lo que la petición no pasó a más. Hasta ahí llegó un esfuerzo en apariencia noble, pero que riñe con estándares de libertad de expresión, como el artículo 11 de la Convención Americana de Derechos Humanos: los funcionarios públicos están sujetos a un mayor escrutinio por parte de la sociedad. Las leyes que penalizan la expresión ofensiva dirigida a funcionarios públicos generalmente conocidas como “leyes de desacato” atentan contra la libertad de expresión y el derecho a la información.

Muchos países han seguido la tendencia a que los delitos contra el honor, como las injurias y calumnias son usados con los mismos propósitos que el desacato; lo que es contrario a las exhortaciones a que tal tipo de disposiciones sean derogadas, en el sentido de que la legislación interna se ajuste a los estándares consagrados por el sistema interamericano, respecto al ejercicio pleno de la libertad de expresión.

Un mecanismo en esa línea es la adecuación de las leyes sobre difamación, injurias, calumnias de modo que puedan aplicarse sanciones civiles, no cárcel, en el caso de ofensas a funcionarios públicos, cuando haya lo que se conoce como “real malicia”. Se refiere a que el autor de la información sabe que la información dada es falsa, actuó con despreocupación sobre su veracidad o falsedad y así la divulgó. Una de las dimensiones de la libre expresión es el debate público, entendido como el escenario donde aparecen ciertos discursos críticos e incluso ofensivos contra los que ocupan cargos públicos. Desde el lado de los funcionarios, que se deben a la población, este tipo de prácticas son un abuso; de ahí que las leyes de calumnias e injurias son, en muchas ocasiones, elaboradas para que en lugar de proteger el honor de las personas sirvan como forma de atacar o silenciar a voces críticas y el periodismo de investigación.

En sociedades tan divididas como la salvadoreña, la amplitud de la libertad de expresión cobija a aquellos que mienten deliberadamente, sin escrúpulo alguno, aunque lo disfracen de verdad; conscientes de que son manipulaciones. Algunos pueden creer que esa es la única forma de romper con las manipulaciones y mentiras que están seguros divulgan los medios de comunicación que llaman tradicionales. Puede ser que sea así en algunos casos, pero la validez de tal argumento se cae cuando avalan tales actitudes en las publicaciones que a ellos les agradan, principalmente en las que han emergido en Internet, a las que les conceden “romper la desinformación”. Entonces, no es que les interese la verdad, no es lo que les interesa saber, sino lo que les conviene escuchar.