No a la discriminación

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De los bachilleres que se sometieron a la prueba 8,801 son hombres y 11,361 son mujeres, la prueba se realizó ayer en todas las facultades y sedes de la universidad a nivel nacional. Foto EDH / Jessica Orellana

Por Teresa Guevara de López

2019-10-13 6:45:04

La cadena de noticias CNN ha iniciado la campaña NO A LA DISCRIMINACIÓN, preguntando a conocidos presentadores qué significa para ellos esta palabra y qué medios deberían emplearse para luchar contra tan inhumana y cruel costumbre. Especialmente impresionante la respuesta de José Levy, el corresponsal en Jerusalén, que afirma que para él, como judío, discriminación significa el horror extremo: el Holocausto. Aunque otros sugieren comprender al otro, respetarlo, escucharlo, la mayoría coincide que la educación es la solución.

Suena bien y tiene sentido, pero es bastante arriesgado afirmar que personas con exquisita educación, no van a discriminar porque sus principios, no se los permitirían. Pero es bastante común en medios académica y económicamente selectos, especialmente a la raza blanca, tratar con desprecio y como ciudadanos de segunda clase, a quienes por su etnia, negros, chinos, latinos, no son uno de ellos.

En Estados Unidos, a pesar de la Guerra de Secesión de 1865, la abolición de la esclavitud por Abraham Lincoln y las leyes de integración racial promulgadas durante la administración Kennedy, los casos extremos de Rosa Parker no cediendo su puesto en un autobús a un blanco, más la dramática situación vivida en una universidad de Misisipi, que negaba el ingreso a un estudiante negro, no ha sido posible acabar con la discriminación, que durante la administración Trump parece estar renaciendo.

Tal vez al hablar de este fenómeno consideremos que en El Salvador, a pesar de tantos problemas, la discriminación no existe. Pero si comenzamos a observar con una lente de mayor aumento, nos encontraremos con circunstancias que nos indican lo contrario. Tenemos el privilegio de ser una sociedad en la que todavía podemos contar con ayuda doméstica, personas que conviven con nosotros, que nos han ayudado a criar a nuestros hijos, para que las madres puedan desempeñarse profesionalmente fuera del hogar. Y muchas veces, estas personas reciben un trato diferente al de la familia, en el menú de las comidas, en sus horarios de trabajo y especialmente en las habitaciones que les están destinadas.

En las nuevas urbanizaciones, que se publicitan siguiendo patrones residenciales del extranjero, la parte social, las habitaciones de la familia, los baños y la cocina son muy lindos por los finos acabados y la excelente orientación que garantizan la entrada de aire y luz a raudales. Pero el contraste con las habitaciones para las empleadas es abrumador. Una mini-habitación con ventanita tipo tragaluz, donde escasamente cabe una pequeña cama. El diminuto cuarto de baño, donde la ducha, el servicio sanitario y lavamanos comparten un reducido espacio. Y que la vía de acceso es atravesando el traspatio que durante una tormenta las obliga a mojarse.

Aunque los propietarios de estas bellísimas instalaciones sean profesionales con maestría que se mueven en los círculos más selectos, discriminan a las personas a su servicio, olvidando la educación recibida, y que conceptos como respeto, comprensión, justicia no tienen cabida en este contexto. Tal vez entonces, antes que la educación, la solución para que no haya discriminación sea la práctica del principio cristiano de que la dignidad de la persona humana resulta de que todos somos hijos de Dios, que nos creó a todos iguales, que ante Él no prevalecen niveles académicos, económicos o sociales que califiquen a las personas. El rico y el pobre, el sabio y el ignorante, el bueno y el malo, al presentarnos al final de la vida a dar cuenta ante el Juez Supremo, no llevaremos nada más que nuestras buenas obras, porque no hay más que una sola raza y una sola lengua, la que nos hace hijos de Dios y no nos permite discriminar al prójimo.

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