Tras un par de semanas desde el anuncio del gobierno con respecto a la minería metálica en El Salvador, queda bastante claro que el nivel de rechazo es considerable. Tan considerable que ni al presidente ni a sus adeptos les han salido bien sus desesperados intentos por sacar el tema de la conversación pública, incluso tras recurrir a medidas que en cualquier otro contexto serían disruptivas, como el pago de los recibos de agua y luz de enero, la eliminación de la deuda política a los partidos y la más reciente condonación de multas de tránsito.
Los números de las encuestas lo reflejan: hay un amplio segmento de la población que prefiere la vida por encima del oro. Las iglesias de diferentes denominaciones, pero principalmente la Iglesia Católica y la Misión Cristiana Elim, no solo han denunciado la medida sino que además se han mantenido coherentes a su postura del 2017 y han emprendido una intensa campaña de recolección de firmas dirigida a su feligresía, pero también de puertas abiertas hacia toda la sociedad. En esta gesta han coincidido, una vez más, con una amplia convergencia de organizaciones e iniciativas sociales que llevan años luchando por el medio ambiente y en concreto contra la minería. Esta comunión, entre la Iglesia y los movimientos sociales, ya derrotó dos veces a las corporaciones mineras en la última década: la primera vez en la disputa legal contra Pacific Rim y Oceana Gold, y luego con la ley que prohibió la minería. En ambos casos las instituciones públicas jugaron un papel importante, dentro de un proceso que fue impulsado principalmente por las comunidades.
A pesar de que no han pasado ni diez años desde aquello, ya parecieran hechos de una época distante. La vorágine política y social que empezó en 2019 no ha cesado desde entonces, y nos encontramos en medio de un huracán que a su paso destruye los cimientos de la sociedad democrática y, sobre todo, los sentidos de solidaridad humana y de confianza en la protección de los derechos fundamentales.
En otras columnas he tenido oportunidad de compartir un par de ideas sobre cómo y por qué llegamos a este punto. Es una reflexión en la que hay que insistir. La crisis de legitimidad, la indignación que vino de la desilusión por las expectativas que no se cumplieron, el cansancio de un pueblo que por años y años no ha hecho más que sufrir y sobrevivir. Pero esta vez, como un ciudadano más de este país, me siento en el compromiso de escribir sobre algo más. Sobre un matiz esperanzador.
El pasado 19 de enero, la llamada Plaza Cívica realmente fue cívica. No era la primera movilización social contra la minería metálica, pero sin duda ha sido una que ha puesto a todo mundo a hablar. Esta vez el protagonismo lo tuvieron jóvenes cuyos rostros seguramente no habíamos visto antes, cuyas voces a lo mejor no habían ocupado nunca una tribuna, pero cuya energía irradió mucho más allá del público aglomerado justo en las entrañas del escenario arquitectónico con el que el gobierno ha vendido su slogan de el “país más cool del mundo”. Ahí, en las gradas de la BINAES, mujeres y hombres de una nueva generación le dieron una lección a muchos sobre lo que significa, hoy por hoy, hacerse cargo de la propia realidad.
La lucha contra la minería metálica en El Salvador, tristemente, está lejos de darse por concluida. El gobierno hará todo lo que tenga a su mano no solo para proceder con la invasión minera, sino para limpiar su propia imagen. Se anticipa una agresiva campaña internacional para promoverse como un país “amigable con el ambiente” y pondrán su monstruoso aparato a trabajar sin descanso para tal efecto.
¿Qué procede para las miles y miles de personas que están preocupadas por la contaminación del Lempa y todos los estragos que le proseguirán? Ojalá más resistencia, más entendimientos y miradas hacia más adelante. La intensidad de las movilizaciones recientes demuestra que no basta con oponerse, que es urgente plantear alternativas. Por ello es indispensable que el ímpetu de esos jóvenes, que una vez más han convocado a movilizarse el 9 de febrero, se encuentre y se conjugue con los esfuerzos que por mucho tiempo han sido impulsados por fuerzas sociales diversas como el Bloque de Resistencia Popular, ADES Santa Marta, la Mesa Contra la Minería, el Foro de la Salud y decenas más.
Se ha sembrado una semilla de compromiso cívico y de resistencia democrática. Cuando una nueva generación asume su papel en la historia, podría empezar a advertirse la brisa de un cambio importante en un futuro que tal vez no sea lejano. Deberá regarse esa semilla, eso sí, con disciplina, firmeza, claridad y concertación, mucha concertación.
De todos los versos icónicos que fueron escritos por el chileno Pablo Neruda, hoy se recuerda con especial trascendencia aquel que decía: “Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera”.
Analista político.