Lo inevitable

Baste con decir que el sonido de las paladas de tierra, tan horrible como siempre, sonó a alivio en vez de retumbo de eternidad. Lo dicho: un desastre. No merecen los santanecos que pagan sus impuestos soportar tales vejámenes de la municipalidad.

descripción de la imagen
AFP/ Daniel LEAL

Por Jorge Alejandro Castrillo

2019-06-14 7:18:45

Luego, una vez preparadas las cuatro cuerdas, colocaron sobre ellas el ataúd. Charles lo vio descender, lenta, muy lentamente. Por último, se oyó el choque de la madera contra la tierra del fondo; las cuerdas fueron izadas. El párroco cogió la pala que le alargaba Lestiboudois; y, mientras asperjaba con la mano derecha, empujó la herramienta con la siniestra y lanzó vigorosamente una paletada de tierra. Al golpe de los guijarros, la madera del ataúd produjo ese ruido seco que parece el retumbar de la eternidad”.

El anterior es un párrafo de la descripción que Flaubert hizo del entierro de Emma, la protagonista, al final de la novela que le dio una fama que él nunca llegó a gozar plenamente. “Madame Bovary” vio la luz en 1856 en aquella Francia que era —esa sí— un poderoso faro de luz que atraía a literatos, artistas y bohemios, como antes había atraído a científicos y pensadores. No recuerdo que en el colegio nos hicieran la fuerza necesaria para que la leyéramos, aunque sí, alguna vez, mencionaron la novela en la clase de literatura. Yo la leí durante mi adolescencia, por azar, pues estaba incluida en una colección que mi padre tenía en su biblioteca: “Grandes Novelas de la Humanidad” se leía en los lomos de esas decenas de libros empastados todos en un verde otrora profundo y para entonces ya desvaído.

A pesar de haber llegado a ella sabedor del respeto inmenso de Vargas Llosa por Flaubert, no me causó entonces la impresión que me causó ahora que terminé de releerla. O no entendí el escándalo de la adúltera, o no me sonaba tan horrible en el vértigo de aquella década de los Setentas cuando Facundo Cabral cantaba “La pucha con la moral, que es cuestión de geografía: lo que en Francia está muy bien, está muy mal en la China…”.

En 1969, según me confirman las primas, asistí a mi primer entierro en el cementerio de San Salvador. Dos imágenes impactaron indeleblemente mi alma infantil: ver a aquella digna y altiva encina que era mi madre, por única vez, llorando tan desconsoladamente la partida sin retorno de su hermano y escuchar el seco golpe de las paladas de tierra al chocar con el ataúd, tal como los describió Flaubert y que, definitivamente, parecen retumbar de la eternidad. ¡Qué lejano parece ese tiempo! Usted lo visita ahora y gracias a Norman Quijano durante su gestión como alcalde capitalino, el Cementerio luce, al punto que se hacen tours turísticos para visitarlo de noche: ordenado, iluminado y limpio. Lástima que no se pudiera parar del todo el latrocinio: aún no perdono a los insensibles que robaron de la tumba de mi padre la placa de bronce que resumía y reconocía su vida insigne en cuatro frases.

Este año del Señor, 2019, mayo. Asisto al entierro en el Cementerio Santa Isabel, administrado por la municipalidad de Santa Ana, de un hombre bueno que murió inesperadamente (“para morir, el único requisito es estar vivo” declaró la ocurrente hermana de la viuda). ¡Qué desastre! de principio a fin. Al inicio: durante casi media hora no se pudo abrir el portón que permitiría el ingreso de la caravana de vehículos acompañantes de la carroza que conducía al féretro, imagino que debido a que el encargado de las llaves se ocupaba en alguna otra cosa y no tuvo la delicadeza de delegar la función de portería. ¡Falta inexcusable! Al nomás entrar: darse con el desagradable impacto de promontorios de basura por aquí y por allá; los jardines, descuidados; crecidos e hirsutos los arbustos entre las tumbas, aumentando la dificultad para desplazarse por el abigarrado cementerio.

Resumo: un desaliño general que da la impresión de entrar a un lugar por años abandonado. El horrible final: la cuadrilla de toscos trabajadores que manipularían las mismas cuatro cuerdas de Flaubert, con el torso desnudo alguno, sin uniforme que los identificara y dignificara, carentes de la mínima urbanidad de cómo conducirse en momento tan grave y doloroso para los deudos (una falta de capacitación básica para el puesto), dándose voces entre sí para solicitar más mezcla o más ladrillos, advirtiendo que el cofre “…parece que no pasa” por la hornacina abierta al fondo de la fosa, demorando tanto tiempo en esa faena como nos habían hecho esperar para poder entrar al inicio.

Baste con decir que el sonido de las paladas de tierra, tan horrible como siempre, sonó a alivio en vez de retumbo de eternidad. Lo dicho: un desastre. No merecen los santanecos que pagan sus impuestos soportar tales vejámenes de la municipalidad.

Si los comentarios de las santanecas que acudieron al entierro hubieran alcanzado los oídos de la alcaldesa la habrían compelido a renunciar por dignidad o a trabajar en el ornato y cuido básico del cementerio desde la propia tarde de ese día. No creo que se reelija —si lo intentara— si ese botón es muestra válida de su gestión.

Psicólogo