La triste similitud de los populistas

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José Alegría dirigía el tráfico de forma peculiar, vestido de Superman o del Hombre Araña. Murió atropellado el miércoles por la tarde. Foto EDH/Francisco Campos.

Por Manuel Hinds

2019-01-10 9:53:51

Se ha vuelto muy común decir que los dos países más grandes de América Latina, Brasil y México, han caído en regímenes populistas, pero en direcciones opuestas porque uno se dice de derecha y el otro de izquierda. Pero en realidad ambos países se están moviendo en exactamente la misma dirección —la que define el mismo populismo, que en es más determinante que la izquierda y la derecha.

Por muchos años el populismo se entendió como una enfermedad de la izquierda: un régimen irresponsable, que gasta más de lo que le entra en nombre de la justicia social, que comienza con muchas dádivas sin pensar en cómo van a ser pagadas y termina con crisis económicas muy serias, como las del Brasil de Lula, la Argentina de Perón y luego la de los Kirchner, la Venezuela de Chávez y la Nicaragua de Ortega.

Esta concepción del populismo era muy incompleta. Por una parte, la historia ha mostrado que la demagogia no es exclusiva de la izquierda. En realidad, uno de los primeros populistas en la región, Juan Domingo Perón, no podía ser catalogado como de izquierda sino como fascista. Igual que los regímenes fascistas europeos de su época, compartió la agitación política en nombre de la justicia social, usó dádivas enormes para comprar votos y terminó en gran corrupción y desastres económicos. Poco a poco, la gente ha entendido que hay populistas de derecha y de izquierda.

Además, aunque ciertamente la irresponsabilidad fiscal y la falsa apelación a la justicia social son partes importantes del populismo, hay una parte más fundamental, que es la que le da su esencia, que es lo que comparten los populismos de derecha e izquierda: la sustitución de las instituciones democráticas por el comando autocrático de un caudillo, alrededor del cual se construye un culto a la personalidad. Es por esta razón, porque buscan es una dictadura absoluta, que los populistas de cualquier signo ideológico son enemigos a muerte de la institucionalidad democrática, en la que nadie tiene el poder absoluto.

La gente tiende a ignorar esta dimensión del populismo porque los populistas sacan su parte tiránica solo después de haber adquirido el poder y de haber limpiado a sus rivales y a las instituciones que tienen poder independientemente de él —los poderes legislativo y judicial y los cientos de instituciones que contribuyen al manejo del Estado.

En sus inicios los venezolanos y los nicaragüenses se reían de los que les hablaban de la conversión de los populistas en tiranos sangrientos. No comprendían que el populista acusa a todas las instituciones democráticas de ser corruptas para argüir que para cambiar la sociedad hay que destruirlas y darle a ellos el poder total. Cuando alguien pide el poder absoluto para poder resolver los problemas del país está pidiendo que lo hagan dictador.

Por supuesto, el populista quiere el poder total por el poder mismo, no como instrumento para mejorar al pueblo. El beneficio del pueblo es el pretexto a través del cual los populistas se vuelven tiranos. Con el poder total, con las instituciones destruidas, los populistas se corrompen absolutamente y se arrogan el derecho de mantenerse en el poder a costa de sangre y sufrimientos para la población, como en Venezuela y Nicaragua.

Esa es la historia de Venezuela y de Nicaragua y podría ser la de El Salvador si elegimos a Nayib Bukele, que ya comenzó, antes de llegar al poder, a tratar de usar la fuerza bruta para intimidar al pueblo y a las instituciones democráticas. Igual que Chávez en su momento, amenaza con usar el poder militar de la presidencia para intimidar a la Asamblea, dice que va a cambiar la Constitución aunque un presidente no tiene el poder de hacerlo, y ha usado turbas para amenazar a la Fiscalía y el Tribunal Supremo Electoral. La imagen que proyecta es la de un caudillo que se cree que está por encima de las instituciones —que es la imagen que de sí mismos tienen todos los tiranos.

Ojalá que ni México ni Brasil ni El Salvador caigan en esta maldición.

Máster en Economía
Northwestern University