La segunda ola: la desigualdad social

Los gobiernos deben iniciar la discusión de un inédito pacto social como remedio al desagrado manifestado por las clases medias y por los más pobres. Debe ser un acuerdo que prescinda de medidas populistas, asegure su sostenibilidad financiera y solucione los asuntos más apremiantes que aquejan a las sociedades. No se vale, como ha sido la práctica, resolver los desafíos del presente hipotecando el futuro.

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Para suplir la falta de agua, la Anda pondrá a disposición de sus usuarios camiones cisterna (pipas). Foto EDH/archivo / Foto Por Archivo

Por Luis Mario Rodríguez

2019-10-24 8:00:50

Con el propósito de pacificar al país, Sebastián Piñera anunció una “nueva agenda social” para Chile. La iniciativa incluye: aumentos a las pensiones, beneficios en el sistema de salud y medicamentos, un ingreso mínimo garantizado, impuestos más altos a los sectores de mayores ingresos, más equidad entre comunas y la estabilización de las tarifas eléctricas. También propone disminuir el número de parlamentarios y la limitación de las reelecciones,  la creación de la defensoría de las víctimas de la delincuencia, la reducción de las dietas de los parlamentarios y altos sueldos de la administración pública y un plan de reconstrucción de los daños y destrucciones ocasionados en las protestas valorados en más de $350 millones.

El mandatario chileno admitió que los gobiernos no fueron capaces de reconocer los problemas que venían acumulándose desde hace décadas. Y pidió perdón. En otras latitudes, la acumulación del descontento ciudadano por la falta de resultados se tradujo en la elección de presidentes “sin partido”, en el debilitamiento acelerado de las fuerzas políticas “tradicionales” y en una profunda desconfianza con las instituciones de la democracia. Contrario a esas experiencias, los chilenos desecharon la incertidumbre y no respaldaron opciones extremistas como la de Alejandro Guillier Álvarez, el conductor de noticias a quien la revista The Economist incluyó dentro del listado de populistas latinoamericanos.

Los recientes acontecimientos revelan que América Latina podría estar siendo azotada por una segunda ola de enfado. La primera fue la que nos expusieron los estudios de opinión entre 2008 y 2018, con un sector mayoritario de la población que rechaza a los partidos, a los políticos, a los congresos y a las autoridades electorales. El desenlace de esa indignación popular fue la sustitución del estatus quo por nuevas figuras, casi todas de corte populista y con rasgos autoritarios.

Los signos evidencian que la segunda ola tiene como núcleo la frustración de la gente que vive desempleada, insegura, con bajos salarios, con pésimos servicios públicos y con pensiones de hambre. Gran parte del hemisferio exhibe la misma fotografía en la que se reproducen recriminaciones callejeras a los gobiernos de turno, violencia y la extraña y sospechosa mezcla de actos delictivos con la infiltración de grupos de choque integrados por extranjeros. Situaciones como la chilena, donde el uno por ciento de la población acumula el 25 por ciento de la riqueza generada, alimentan la desilusión colectiva.

El Latinobarómetro, además de exponer un claro deterioro institucional en la región, viene delatando una injusta distribución de la riqueza. La encuesta ubica a Chile en los últimos lugares del ranking latinoamericano en relación a la satisfacción de sus habitantes con el nivel de vida. Los datos señalan que un buen porcentaje de la ciudadana cree que no se gobierna para el bien de todo el pueblo, sino únicamente para unos pocos.

La reciente crisis en Ecuador, el choque de poderes en Perú, la tensión en Honduras y en Haití, el fraude electoral en Bolivia, las complicaciones de paz en Colombia, la crisis en Venezuela y Nicaragua, combinados con un crecimiento económico anémico, una crispación social creciente, la mil veces denunciada debilidad institucional y la gobernabilidad cada vez más compleja, auguran un enredado escenario latinoamericano para los próximos años. La gran interrogante es si las medidas divulgadas por Piñera, y las que puedan proclamar el resto de mandatarios para aplacar la ira de las masas, serán suficientes y si llegarán a tiempo para impedir otros brotes de disgusto que se manifiesten en estallidos sociales como los que atestiguamos hace pocas semanas en Ecuador y recientemente en Chile.

Los gobiernos deben iniciar la discusión de un inédito pacto social como remedio al desagrado manifestado por las clases medias y por los más pobres. Debe ser un acuerdo que prescinda de medidas populistas, asegure su sostenibilidad financiera y solucione los asuntos más apremiantes que aquejan a las sociedades. No se vale, como ha sido la práctica, resolver los desafíos del presente hipotecando el futuro.

Tampoco es conveniente satanizar el costo económico de la función pública y proponer medidas que modifiquen el sistema político como respuesta a una deficiente gestión pública. Recortar el presupuesto de las instituciones representativas como fuente de financiamiento de los déficits gubernamentales no es una buena opción. Ciertamente debe terminarse con el despilfarro de los fondos públicos. Estas demandas tienen que ser atendidas pero sin sobrepasar los límites razonables, porque más de alguno, incómodo con la independencia de poderes, aprovechará para cercenar el control recíproco que debe existir en todo sistema republicano. Entonces empezará a nutrirse una tercera ola en la que los nuevos autoritarismos verán la plaza libre para concentrar el poder.

*Doctor en derecho y politólogo