Bachilleres

 “Tus hijos no son tus hijos,/ son hijos e hijos de la vida, deseosa de sí misma. Puedes darle tu amor, pero no tus pensamientos, pues ellos tienen sus propios pensamientos (…) tú eres el arco del cual tus hijos, como flechas vivas, son lanzados/ Deja que la inclinación en tu mano de arquero sea hacia la felicidad”.

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La gente visita Downtown Disney en Anaheim, California, el 9 de julio de 2020, el primer día que el complejo de tiendas y restaurantes al aire libre ha estado abierto al público desde que cerró a mediados de marzo en medio de la pandemia de COVID-19. Foto AFP

Por Jorge Alejandro Castrillo

2020-07-10 8:22:01

Ellos recuerdan que fue un sábado 11 de octubre, cuando fuimos citados a las 6:30 p.m. Puntuales. Alguno quiso hacernos creer que la temperatura de ese día fue de 27 centígrados. Nadie le creyó pues en 1975 no era usual atender esos datos. Hacía calor, eso sí. Otro recordó que esa misma tarde jugaron el último partido del campeonato de fútbol en el que participaban. Ganaron el campeonato. Ya bañando, peinado y perfumado, de traje oscuro y corbata, desfiló con sus padres —orgulloso como todos— desde el edificio de aulas hasta el interior de la bella iglesia donde se llevó a cabo la ceremonia. Recordó que mientras le colocaban la “Banda de perseverancia” con la que el colegio reconoce a quienes allí desde primer grado hasta tercero de bachillerato, el padre Segundo Montes aprovechó para decirle: “Jugaste bien hoy, Cheto, buen gol el que les hiciste”. Para que no quedaran dudas, el primo del goleador subió una foto en la que, efectivamente, aparece el buen “Popeye” al centro del grupo, en cuclillas, sosteniendo el trofeo.

Los bachilleres ocupábamos con nuestros padres las dos filas centrales, los familiares e invitados el resto. Daría el discurso despedida en nombre de mi promoción. Llegado el momento, me levanté de mi sitio y caminé hacia el púlpito. Confieso ahora haberme sobrecogido al instante en que, al levantar la vista, vi esa inmensa iglesia totalmente abarrotada, llena hasta en los pasillos laterales. Casi un típico discurso de despedida: revisar rápidamente nuestras vidas desde que entramos como niños inquietos e inocentes hasta que salíamos creyendo estar listos para la vida. “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos” fue el verso que le presté a Neruda para hilvanar esa historia. Pero no podía ser el típico discurso. Egresábamos de un colegio, en 1975, ubicado a pocas cuadras donde, unos meses antes, habían sido masacrados estudiantes universitarios a la altura del recién inaugurado ISSS.

Al inicio de este siglo. Dios me encargó una hija para crecerla. Concebida luego de una operación de corazón abierto que me salvó y prolongó la vida, reconozco haberme preguntado muchas veces si lograría presenciar el momento de su graduación como bachiller. Cuando sentía haber llegado a la meta, un día, con ese aire casual de quien tiene toda la vida por delante, me hizo cambiar la meta al preguntarme, como quien no quiere la cosa: “Papá, ¿vos me vas a entregar cuando yo me case, verdad?”. Torbellino interno, póker face en el exterior. “Espero en Dios que allí estaré, hija mía”, logré responder con el hilo de voz que apenas me logró salir a través del nudo que se me hizo en la garganta.

Mi hija hizo parte de ese grupo tan especial de estudiantes que en septiembre de 2018 nos regalaron “CRONUS”, una producción escénica tan bien conseguida que me impulsó a dedicarles un artículo en este mismo periódico. Dos años después vuelven a sorprendernos. Metidos en sus cuartos desde marzo, estos chicos y chicas no sólo han conseguido graduarse de bachilleres, sino que han mostrado una entereza de ánimo y una creatividad sin límites para seguir siendo adolescentes: recibieron clases, hicieron trabajos, inventaron celebraciones y juegos, coloquios de amigos, conversaciones amorosas, buscaron universidades, hospedajes, sueños. El COVID-19 les puso trampas y zancadillas que lograron evadir con gran solvencia. Parecían estar encerrados en sus cuartos, pero de alguna manera seguían tan presentes en el mundo como si las cosas no se hubieran detenido. A raíz de las necesidades que las tormentas tropicales Amanda y Cristóbal desnudaron se les ocurrió hacer un “rallye” entre ellos: conformaron cuatro grupos para ver cuál lograba conseguir más ayuda para un hogar de niños con muchas necesidades. Tan eficientes son que al final lograron ayudar no a uno, sino a cuatro hogares distintos pues lograron conseguir 7,734 libras de arroz y frijol. Todo desde sus habitaciones. Ayer se graduaron virtualmente. No fueron pocos los padres y madres que, con lágrimas, expresaron sus emociones contenidas: ansiedades, alegrías, miedos, orgullo. También a ellas y ellos les ha costado llegar hasta donde han llegado. Y se merecen casi tanto como los bachilleres la celebración.

Los jóvenes siguen siéndolo a pesar del virus. Tienen la energía en el cuerpo; en el horizonte, los sueños; en su mochila, las herramientas académicas y conceptuales, a Dios en sus corazones. Con altos objetivos extienden sus alas y se proponen iniciar su vuelo solitario, como el eterno personaje de Juan Salvador Gaviota.  Termino con Khalil Gibrán dirigiéndose a los padres y madres:

 “Tus hijos no son tus hijos,/ son hijos e hijos de la vida, deseosa de sí misma. Puedes darle tu amor, pero no tus pensamientos, pues ellos tienen sus propios pensamientos (…) tú eres el arco del cual tus hijos, como flechas vivas, son lanzados/ Deja que la inclinación en tu mano de arquero sea hacia la felicidad”.

 

Psicólogo.