Los incómodos septiembres que protagoniza Nayib Bukele

descripción de la imagen
De izquierda a derecha: Abdel Latif Al Zayani, ministro de Exteriores de Baréin; Benjamín Netanyahu, primer ministro de Israel; Donald Trump, presidente de EE. UU; y Abdalá al Nahyan, canciller emiratí. Foto EDH / AFP

Por Ricardo Avelar

2020-09-15 7:35:25

Hace 367 días, en medio del “fervor patrio” que caracteriza a cada septiembre, una escena cautivó y preocupó a muchos: en medio del desfile que celebra la firma del acta de independencia de las provincias de Centroamérica que se liberaron de España en 1821, al joven presidente salvadoreño, Nayib Bukele, le dieron un “regalo” especial.

Este, sentado en su trono junto a su esposa, fue deleitado por soldados fuertemente armados que simulaban un operativo contra unos jóvenes que de rodillas y con las manos en la cabeza se mostraban derrotados ante la dureza y firmeza del poder.

En un día que debería celebrar el inicio de un proceso de soberanía y salida de un antiguo régimen opresor, la simbología fue sumamente preocupante. Ahí estaba el mandatario, deleitándose con un despliegue de fuerza de una entidad que constitucionalmente no está mandada a resguardar el orden público, sino la soberanía nacional.

Un año y un día después, sabemos que este exabrupto no fue una casualidad. La presidencia de Nayib Bukele, disfrazada de “novedosa”, “despreocupada” y “juvenil”, luce constantemente apologista de ese pasado verde olivo y con frecuencia se desdibuja la naturaleza apolítica y no deliberante de las fuerzas armadas.

El 9 de febrero se ha convertido en un tristemente célebre recordatorio de que el presidente de la República tomó el atajo facilón de la presión con elementos armados, en lugar de someterse a las reglas políticas, donde la astucia política, la negociación -transparente, eso sí- y el diálogo entre los poderes deberían derivar en legislación y políticas públicas.

Pero esa no es la única muestra de cómo el mandatario comprende no solo su poder, sino la misión de las Fuerzas Armadas y el aparato del Estado. A su juicio, y muy en consonancia con las palabras atribuidas al dictadorzuelo peruano del siglo XIX, Óscar Benavides: para sus amigos, todo; para sus enemigos, la ley.

El Ejecutivo no ha escatimado recursos en lucir firme, fuerte y rígido ante aquellas voces incómodas, pero se ha mostrado blanco cuando los presuntos violadores de la ley son amistosos con el régimen.

Y críticas no le han faltado. Más allá de sus adversarios en el espectro político partidario, el presidente ha sido duramente cuestionado por actores locales de mucho peso, como la UCA o diversos colegios profesionales de prestigio. Fuera del país, se desinfló la esperanza de ver a un líder joven que encabezaba una verdadera revolución política, y pronto han notado que en El Salvador inicia una deriva autoritaria que se auxilia del descontento y la manipulación de la verdad para allanar el camino hacia la consolidación del poder.

Ante estas voces disonantes, necesarias en una república, el presidente no ha mostrado la apertura propia de un demócrata. Muy por el contrario, un año después de deleitarse con una demostración de fuerza militar sobre los presuntos delincuentes, en el acto de independencia de 2020, el mandatario optó por calificar a sus adversarios como una “amenaza interna”.

Sí, ese concepto que los heridos pueblos de América Latina ya han escuchado, principalmente en el contexto de las guerras sucias. Esa excusa para aplicar injusta y arbitrariamente el poder del Estado a supuestos “enemigos de la patria”. Esa justificación para silenciar las preguntas y cerrar medios, partidos y bocas particulares cuando no se suman a la “verdad oficial”.

A 199 años del inicio de un proceso de independencia, la simbología del poder actual es muy elocuente. No solo no hay un compromiso real con las palabras que suelen marcar a septiembre, como la libertad, la autonomía o el progreso democrático, sino que vemos precisamente lo contrario: una exaltación constante al poder, una entronización del que debería ser un mandatario sujeto a las leyes, una veneración al pasado de indebida influencia militar y esfuerzos constantes de controlar “el relato oficial”.

Parafraseando a Castellanos Moya, “no estaríamos muy completos de la mente” si asumimos que esa simbología abusiva es el patriotismo que necesitamos o la nueva normalidad. Flaco favor le haríamos a El Salvador si ante los excesos y las derivas autoritarias, nos limitamos a ondear banderitas cuando la libertad está en proceso de secuestro.

Por el contrario, como dice mi gran amigo Andrés P., le cumplimos más al país si cada septiembre, o mejor aún cada día del año, somos patriotas cuestionando al poder, y no solo aplaudiéndole cada idea, por locuaz y decadente que sea.