Se cumplen 73 años del reconocimiento de El Salvador al Estado de Israel

Una vez declarado el Estado y en plena guerra de independencia, se recibió cable de Jerusalem en el que se informaba del reconocimiento de Israel por parte de El Salvador.

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Imagen de la sede de la FIFA. Foto: AFP

Por Rolando Monterrosa

2021-05-14 6:06:45

A principios de los años Cincuenta, a la salida de la escuela subía los viernes por la tarde, al piso 70 del Empire State Building, a reunirme con mi padre, Manuel, en su oficina, en la sede de la Embajada de El Salvador ante las Naciones Unidas. Era el día en que, después de cumplir su jornada, me llevaba a comer pizza, sorbetes y quizá a entrar en un cine. Tendría unos siete años.
Allí conocí al doctor Héctor David Castro, embajador salvadoreño ante aquel organismo, con quien Manuel, primer secretario de la misión, mantenía una cálida amistad. El doctor Castro era un respetado jurisconsulto, generador de muchas de las doctrinas de Derecho Internacional que se discutían en el máximo foro mundial.
En septiembre de 1948, dos años antes de mi llegada a Nueva York, el doctor Castro había formulado, en representación del gobierno del Gral. Salvador Castaneda Castro, el reconocimiento al recién fundado Estado de Israel, el 14 de mayo de aquel mismo año.
En el barrio donde vívíamos, cerca de Washington Squarre, en la parte baja, al oeste de Manhattan, teníamos varios vecinos judíos con cuyos hijos, que frisaban mi edad, a menudo compartíamos las aventuras callejeras en los “playgrounds” y parques locales.
Por lo general se trataba de chicos traviesos, sin incurrir en excesos, chicos que los viernes, a la caída del sol, corrían a sus casas, la “kipah” sobre sus cabezas, para celebrar el Shabath, con sus familiares. Aún de pequeños estaban bien enterados de los turbulentos acontecimientos en “ha eretz (la tierra de) Israel”.
En su libro, “El murmullo de Israel”, Moshé Aharon Tov, un judío argentino, por entonces embajador itinerante para los países de Latinoamérica, describe un pintoresco episodio que precedió al acto diplomático del reconocimiento.
En Lake Succes, Nueva York, antigua sede de la ONU, Tov había concertado una reunión entre el canciller israelí, Moshé Sharret, y el doctor Castro, a quien describe como “una verdadera institución en círculos diplomáticos; hombre serio, preparado, de rígidas ideas, católico practicante y fríamente cortés. Hablaba inglés con soltura, lo que no hacían otros embajadores”. Tov advirtió, con suma delicadeza a su temperamental canciller, que se encontraría con un hombre de “carácter fuerte y firme”. Como que presentía que algo estaba por suceder.
Durante la entrevista el doctor Castro expuso algunas ideas personales acerca de lo que él consideraba debería ser el destino político de Jerusalem, ciudad compartida entre judíos, cristianos y musulmanes, lo cual irritó al diplomático israelí, quien se levantó de su sitio y dejó plantado a su interlocutor. Tov se excusó por el exabrupto del canciller Sharret, a lo que el doctor Castro respondió que, en adelante, sólo conversaría con él (Tov) sobre asuntos israelíes.
La reacción del Canciller sólo se explica tomando en cuenta el ideal milenario de los israelíes de que Jerusalem es su capital única e indivisible, aunque en ella convivan personas de diferentes razas y credos.
Finalmente Tov relata que una vez declarado el Estado y en plena guerra de independencia, se recibió cable de Jerusalem en el que se informaba del reconocimiento de Israel por parte de El Salvador.
“Corrieron los años –dice Tov– pero nada diluyó el hondo afecto que siempre sentí por aquel ilustre diplomático a quien hablé por teléfono en uno de mis múltiples viajes a San Salvador. Con pena me enteré de que el doctor Castro había perdido la vista. Su ánimo, no obstante, era muy bueno y su alegría fue intensa por mi recuerdo”.
En una ocasión acompañé a mi padre y al doctor Castro a comprar libros –la pasión de ambos– en las decenas de librerías de segunda mano que bordeaban la Séptima Avenida, por la que se desplazaba el trepidante tren elevado, sobre poderosas columnas de acero y hormigón reforzado.”Somos privilegiados, don Manuel, dijo el doctor Castro en aquella ocasión, porque nos gusta leer”. Allí compré, por 25 centavos, un ejemplar de “Moby Dick”, de Melville, orgulloso para mis adentros, porque me consideraba, a la par de esos admirables hombres, uno más de aquellos privilegiados.

Periodista.