Goodbye, Franco

Como sucedió en Europa del Este después de la caída del Muro, en Cuba, donde, por cierto, el dictador totalitario Fidel Castro decretó tres días de luto oficial cuando murió el dictador autoritario español —no hay tiranías buenas, sino peores— tarde o temprano la mitología y los cachivaches del castrismo serán relegados al desván de los malos recuerdos

descripción de la imagen
Hacerse el vulnerable y reflejar debilidad no es un comportamiento que ayude a alguien a ser mejor persona. / Foto Por EDH / Shutterstock

Por Gina Montaner

2019-10-26 6:51:46

Desde el pasado jueves los restos mortales de Francisco Franco reposan en el cementerio de Mingorrubio, en Madrid, junto a quien fuera su esposa, Carmen Polo. Durante 43 años el cadáver del dictador español yació rodeado de la tétrica monumentalidad del Valle de los Caídos. Había gobernado con mano dura y murió con la pleitesía que los caudillos exigen.

No ha estado exento de polémica arrancarlo de un monumento que es esencia y distintivo de cuatro décadas de franquismo tras el triunfo de los nacionales al finalizar la Guerra Civil. Franco mandó a construir el Valle de los Caídos en 1940 —con las heridas aún sangrantes de un enfrentamiento fratricida— como homenaje a los “mártires de la Cruzada”. El imponente conjunto situado en el valle de Cuelgamuros incluye una fosa común con los restos óseos de unas 34 mil personas (entre nacionales y republicanos), de las cuales un tercio fueron enterradas de forma anónima y sin que lo supieran sus familiares. La construcción de aquella obra llena de simbología franquista y enaltecimiento del nacionalcatolicismo fue, en gran medida, obra del trabajo forzado de los presos políticos en la posguerra.

Desde la puesta en marcha de la transición a la democracia poco después de la muerte de Franco, el debate sobre el traslado de sus restos ha sido intermitente, con defensores a ultranza y también detractores. Para muchos no tenía sentido desenterrar nuevamente los fantasmas de cuarenta años de dictadura. Para otros se trataba de despojar al caudillo de una gloria que se autoimpuso con la sangre, sudor y lágrimas de los prisioneros de guerra. Y para el reducto de tardo franquistas y golpistas que aún lo conmemora cada 20 de noviembre (fecha en la que falleció) era sencillamente una afrenta.

Lo cierto es que una vez que el Tribunal Supremo permitió que se exhumara el cuerpo del Valle de los Caídos, el gobierno socialista del presidente en funciones Pedro Sánchez no perdió tiempo en hacer los preparativos para remover la losa de 2 mil kilos que hasta ahora había resguardado a Franco de los cambios vertiginosos que se produjeron cuando los españoles abrazaron con júbilo el retorno a la democracia.

Recuerdo con bastante nitidez el día en que se anunció su fallecimiento: era una fría mañana del 20 de noviembre de 1975. Cinco años antes mi padre aprovechó la oportunidad de poder cursar estudios en la Universidad Complutense y nos mudamos de Puerto Rico a Madrid. Vivíamos entonces en la zona de Estrecho y en el colegio del barrio llevábamos semanas hablando en el recreo que, de un momento a otro Franco, cuyos partes médicos los daban solemnemente en el telediario, moriría. Era de esperar, pues ya tenía más de 80 años, aunque su edad avanzada no le impidió ordenar las últimas ejecuciones por fusilamiento de miembros del FRAP y de ETA.

El día de su muerte, antes de ir al colegio encendimos la televisión y ya sólo se escuchaba música sacra tras el anuncio del entonces presidente del gobierno Carlos Arias Navarro: “Españoles, Franco ha muerto”. Dos días después varios miles de personas pasaron frente a su cuerpo embalsamado en la capilla ardiente del Palacio Real. Recuerdo que Elia, mi mejor amiga entonces, hizo la interminable fila con su madre mientras que Máximo, su padre, se negó a ir. A fin de cuentas, había sido chofer del líder socialista Indalecio Prieto, quien acabó exiliado en México. El corazón de Máximo siempre estuvo con el bando de los vencidos.

Mi familia y yo contemplamos con cierto estupor de outsiders aquel espectáculo televisado de una multitud que escenificaba mucho más que el sepelio físico del hombre que había regido el destino colectivo durante tanto tiempo. En esa comparsa tan propia de las autocracias, los españoles comenzaban a sacudirse la omnipresencia del caudillo. Tal vez sin tener plena conciencia de ello, el desfile frente a su cadáver era el preludio del estreno de la libertad.

Siendo exiliados cubanos, nos sumamos al alborozo de la democracia que eventualmente dejó atrás la pretensión de algunos de perpetuar el franquismo. Vivimos la transición con la ilusión de que quizás algún día algo parecido sucedería en Cuba. Y hoy, cuando pienso en esa inmensa cruz que preside el Valle de los Caídos, comprendo que al fin se le haya arrebatado al caudillo unos oropeles que no se los ganó en las urnas.

Como sucedió en Europa del Este después de la caída del Muro, en Cuba, donde, por cierto, el dictador totalitario Fidel Castro decretó tres días de luto oficial cuando murió el dictador autoritario español —no hay tiranías buenas, sino peores— tarde o temprano la mitología y los cachivaches del castrismo serán relegados al desván de los malos recuerdos. Así ha sucedido en España. Goodbye, Franco. [©FIRMAS PRESS]

*Twitter: @ginamontaner