Los silencios

“Sólo en la confluencia de justicia y de verdad puede hablarse de plena libertad” (Ignacio Ellacuría).

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La nadadora Elisa Funes toma un evento de piscina corta, disputado en el Poli de Merliot. Foto EDH/Cortesía Indes

Por Carmen Marón

2021-11-18 4:31:17

Escribo este artículo un martes de noviembre por la mañana, con una lista de cosas que hacer, mientras mi mata de flores blancas florece enredada en mi ventana. Este no es un artículo que busque ni criticar al gobierno de turno, ni buscar culpables en los pasados. Es un artículo escrito para aquellos que, como yo, llevamos cuarenta y tantos años de silencio y compartimos el dolor del mismo.

Hace treinta y dos años, en una mañana soleada como hoy, en medio de la ofensiva “Hasta el tope”, mi mamá recibió una llamada. Era una tía, que regresaba de un funeral. “Mataron a los Jesuitas de la UCA”, nos dijo mi mamá al colgar. Más tarde supe que todas las señoras “católicas” presentes se habían santiguado y dicho un Avemaría en acción de gracias cuando se enteraron. Me pareció incongruente entonces, me parece espantoso ahora.

Para muchos de nosotros, los Acuerdos de Paz fueron una manera de meter muchísimos recuerdos debajo de la alfombra. Mi grupo de amigos, en particular, nunca se metió en política. Quizás de todas, yo fui la más interesada en el sentido social, pero nunca la suficiente como para buscar optar por un cargo público o afiliarme a un partido. Estudiamos, nos graduamos, comenzamos a trabajar, nos casamos y, algunas, nos divorciamos, tuvimos hijos y nietos. Sobre todo, creamos un sentido de lealtad al país y a nuestros padres. Fuimos los hijos de la guerra, pero nunca hablamos de ella.

El tema de los Padres Jesuitas fue algo que me tomó años digerir. Para comenzar, cambió mis planes de vida (yo quería estudiar leyes en la UCA, pero eso se vetó después de la masacre). Fue difícil por años entender su pensamiento y su manera de ver las cosas. Conforme fui trabajando con comunidades de alto riesgo, comencé a entender el sentimiento de injusticia que sentían los Jesuitas asesinados. Me di cuenta de que nunca entendí mucho de lo que se vivió en la guerra. Fue entonces que empecé a digerir, lentamente, el tema del pecado social.

La cuarentena, para muchos de mi generación -ricos, clase media y clase trabajadora- nos obligó a sacar esos recuerdos de debajo de la alfombra, porque por primera vez no había nada que hacer. Ver retenes, tener un Estado de Sitio por más modificado que fuera, las cadenas nacionales que se tenían que ver, los chambres (”van a cerrar”, “dicen que...”) nos hicieron recordar y enfrentarnos a todos los sentimientos de pánico e inseguridad que vivimos durante nuestra niñez. Y así, finalmente, comenzamos a hablar.

Una señora que vende en el centro de San Salvador y es parte de mi comunidad parroquial me contó que, a los 13 años, le tocó cuidar a sus hermanos en Suchitoto. La mamá quedó atrapada en un enfrentamiento. Lloraba mientras me contaba el horror de tener que acallar a un bebé hambriento para que no lo matara el ejército, cuando no tenía que darle de comer. Descubrí una cantidad impresionante de conocidos con familiares desaparecidos que yo desconocía; e hijos de ambos bandos que me confesaron que fueron sacados del país de la noche a la mañana porque peligraban sus vidas tras una amenaza. Descubrí que amigos míos eran hijos de presos políticos que crecieron con sus padres en la cárcel y los volvieron a ver ya de adultos y otros nunca-personas a quienes yo, de niña, conocía como “huérfanos” de padre o madre. Hoy, de la nada, una amiga cercana me hizo una confesión escalofriante. Después que yo subiera un post acerca de los Jesuitas me llamó. Quería que supiera que su tío era uno de los Jesuitas asesinados

“¡Me lo contás 32 años después!”. No salía de mi asombro. Yo la he conocido toda la vida.

“Carmen, nadie lo ha sabido en 32 años”...

Tantos años, tantos silencios.

Existe un concepto de justicia, llamada justicia restaurativa. Es una justicia “cuyo foco de atención son las necesidades de las víctimas y los autores o responsables del delito, y no el castigo a estos últimos ni el cumplimiento de principios legales abstractos”. Esa es la justicia que yo pido a Dios para mi país: la que nos permita hablar, entender, y sanar. Como dije al principio, no estoy criticando ni al gobierno de turno, ni a los anteriores. No me interesan los secretos de Estado. Pero si sé que hay una generación entera que necesita justicia: desde El Mozote hasta la desaparición del papá o el abuelo. Y mientras esta no se haga, mientras no busquemos perdonar en lugar de odiar, nunca podremos salir del espiral de violencia en que hemos caído como país.

En esta mañana de noviembre, 32 años después, sólo deseo que, dentro de cuarenta años no haya niños que se enfrenten a recuerdos que no pudieron digerir, o la gente cuente sus historias con temor por el odio y el rencor que nos guardamos. Culpar a gobiernos es simplemente otra manera de meter los recuerdos bajo la alfombra. Es hora que como sociedad aprendamos a perdonar como víctimas y buscar entender que los victimarios necesitan perdón también. Suena quizás ilógico e idealista, pero ningún gobierno sanará la sociedad. Eso solo lo podemos hacer cada uno de nosotros buscando la justicia.

“Sólo en la confluencia de justicia y de verdad puede hablarse de plena libertad” (Ignacio Ellacuría).

Educadora, especialista en Mercadeo con Estudios de Políticas Públicas.