Fragmentados

Nos encontramos con una joven generación (si quiere puede llamarla “millennials” o “centennials”) y otras entradas en años, que podrían dar la impresión de que se han especializado en posponer los compromisos.

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Milton Molina de Isidro Metapán, se barre ante la llegada de Nicolás Muñoz de CD El Vencedor en partido de la fecha 14 del Apertura 2019 en el Estadio Sergio Torres Rivera de Usulután. Foto EDH / Jorge Reyes

Por Carlos Mayora Re

2019-10-18 6:43:08

En los tiempos que corren parecería que ha menguado notablemente la capacidad de algunos para tomar decisiones duraderas: laborales, matrimoniales, académicas, políticas, etc. Como si el “para siempre” les impusiera demasiado respeto —miedo— y la tendencia a vivir el momento, por encima del futuro, les tuviera ganada la partida.
Se ha escrito, a fuer de explicación de ese fenómeno, que el “analfabetismo afectivo” (la incapacidad de comprender los propios sentimientos), aunado con cierta desesperanza y afán de no renunciar a nada y quererlo todo a la vez, han hecho que en las nuevas generaciones el paso del “me gusta” al “sí quiero” sea cada vez más difícil de dar.
Además, los ejemplos que vemos en el día a día tampoco es que ayuden mucho: una alta tasa de matrimonios que se rompen después de décadas de relación, funcionarios y ex funcionarios públicos juzgados y condenados por actos de corrupción, personas en teoría comprometidas con Dios que traicionan sus principios y sucumben a sus deseos cometiendo actos de abuso sexual y/o de corrupción económica… En fin, un puñado de malas experiencias que refuerzan el mensaje de que el “para siempre” es cada vez más “mientras me guste”.
El hecho es que nos encontramos con una joven generación (si quiere puede llamarla “millennials” o “centennials”) y otras entradas en años, que podrían dar la impresión de que se han especializado en posponer los compromisos. Mientras anhelan un amor para siempre, una familia estable y bien constituida, una felicidad duradera, la realidad se les muestra esquiva… quizá porque no son capaces de pasar del entusiasmo a las realizaciones.
Una explicación es que nos falta educar los sentimientos: basta ver la dificultad que muchos tienen para distinguir deseo, atracción, estar a gusto y amor, hablando sólo del ámbito de las relaciones humanas. Entonces, vale preguntarse: ¿quién educa ahora los sentimientos? ¿Quién ayuda a las nuevas generaciones a preparase para un amor generoso?
Hasta no hace mucho, el ejemplo de los padres era muy importante. Pero eso ha cambiado. También la literatura, la buena literatura, tenía un papel clave en la educación de los sentimientos. Y eso, también, ha cambiado. Lo que, con seguridad, no ha cambiado es el deseo profundo de las personas de ser felices, de encontrar un amor duradero, de ser alguien en la vida a través del éxito profesional, de dejar huella en el mundo.
Sin embargo, muchos parecen ser personas emotivas que tienden a reducir su mundo afectivo a las meras emociones, a quedarse con la introspección sobre cómo se sienten en cada instante; situación que desemboca, en una palabra, en un emotivismo que lleva a “creer que somos buenos solo porque ‘sentimos cosas’ (…). A ser personas que se sienten capaces de un gran amor solo porque tienen una gran necesidad de afecto, pero no saben luchar por la felicidad de los demás y viven encerrados en sus propios deseos”.
En el fondo, lo que sucede es que la persona que depende de sus emociones resulta fragmentada: cada situación de su vida le genera diferentes emociones; desorientada: porque sus fines cambian con las actividades que emprende; desilusionada: porque está convencida de que la promesa, el compromiso, persiste mientras dure la emoción… Y en último término, descreída. Cínica, pues como a la zorra del cuento, les parece que no hay nada por lo que valga la pena luchar con constancia.
Los sentimientos, nadie lo duda, son importantes. Pero no son lo único importante. El gran reto consiste en presentar argumentos racionales a personas predominantemente sentimentales, trabajando con ellos para que sepan dar razón de su conducta, y no solo de sus estados emocionales. Es la única manera de asumir que los compromisos son puntos de partida, no de llegada: “lugares” en el que pocos quieren habitar.

Ingeniero

@carlosmayorare