El pedestal tambalea

Si bien es cierto que una ideología puede funcionar como un instrumento para ubicar en qué hemisferio político o económico nos encontramos -como la izquierda y la derecha-, resulta peligroso conformarnos con todas sus ideas porque, al final, los beneficiados no seremos nosotros; serán los que aprovechen el apogeo de dicha ideología

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Simón Meléndez, alcalde electo del municipio de Mejicanos. / Foto EDH cortesía

Por Franco Alejandro Jovel

2021-03-01 6:15:45

El filósofo y periodista estadounidense Walter Lippmann proclamó: “Si todos piensan igual, nadie está pensando”. Esta frase parece muy acertada con respecto al contexto actual e histórico de numerosas naciones, precisamente por la falta de criterio propio y análisis crítico de las personas. Si ingresamos a cualquier red social advertiremos que el significado de esa frase se encuentra presente en las diversas opiniones de los usuarios: dejarse llevar por los planteamientos ajenos y no acudir a los datos.
Dicha tendencia, aparentemente, consiste en que una persona repita eslóganes o ideas sin fundamento alguno, por lo que el proceso parece más uno de adoctrinamiento que de razonamiento lógico. Por supuesto, esas prácticas están inmersas en diferentes movimientos, religiones y/o interacciones políticas que generan más popularidad o ingresos a dichos actores. No obstante, uno de los mejores conceptos para explicar este fenómeno, que atenta contra el razonamiento crítico si su uso resulta incorrecto, es el de la ideología.
De acuerdo con la definición del Diccionario de Ciencias Jurídicas, Políticas y Sociales, una ideología es un modo a través del cual “la constitución interna de la sociedad se manifiesta; y es, por consiguiente, tanto una manera de conocimiento como de ocultación” (Ossorio, 1984). ¿Por qué de ocultación? Porque, tradicionalmente, se consideraba que practicar una ideología significaba aceptar ideas y morir con ellas sin cuestionarlas, independientemente de su moral. Otro elemento clave es su relación con la sociedad, lo cual respalda la idea de que el criterio individual se excluye del pensamiento ideológico.
La ideología, en muchas ocasiones, se incrusta en el raciocinio de las personas y lo degrada progresivamente. Algunos autores se refieren a esta como un conjunto de pensamientos muertos. Relativo a este efecto, Giovanni Sartori, en su obra La democracia en 30 lecciones, expone que no solo funciona como una herramienta que menoscaba el análisis crítico, sino también una que denigra la oposición; es decir, los que piensan distinto. ¿Cómo los ataca? Por medio de formas despectivas, que, como expande el autor, “eximen del razonamiento” (2009). Ejemplos de estas etiquetas irracionales y, frecuentemente, sin más fundamento que el uso popular son las típicas: “transfóbico”, “homofóbico”, “machista”, “intolerante”, etc.
Sin duda, las estrategias de división que planteé anteriormente han sido utilizadas en los diferentes regímenes totalitarios con ideologías concretas, siendo las más conocidas el nacional socialismo, el fascismo y el comunismo. Es pertinente exponer los efectos catastróficos que produjeron estas victorias ideológicas. Considero, sin embargo, que las primeras dos ya se han explorado ampliamente a través de diversas obras literarias, películas y demás; por lo que abordaré exclusivamente los resultados de la última: el comunismo.
Iniciando con el régimen bolchevique, éste produjo la muerte o deportación de aproximadamente 300, 000 a 500, 000 cosacos de 1.5 millones de habitantes (Kort, 2001). He de mencionar que, en la Ucrania ocupada por la URSS, la Hambruna dejó alrededor de 3.9 millones de personas fallecidas -equivalente a un 13 % de su población de entonces- (Kiger, 2019). El objetivo de Joseph Stalin, líder de la Unión Soviética, con ese acontecimiento era implementar un sistema colectivista y alejar el concepto de prosperidad individual, lo que causó que millones de personas, incluidos niños, perecieran de hambre. En suma, varios autores han afirmado diferentes aproximaciones de las muertes que la Unión Soviética provocó, pero la cifra máxima es 61 millones entre 1917 a 1987 (Rummel, 1994).
Con todos los horrores, estos líderes autoritarios (Stalin, Mussolini, Hitler…) llegaron al poder con ayuda de acciones populistas: manipular la información, crear teorías conspirativas y dividir a la población entre los “buenos y los malos”. Todos cargados por ideologías utópicas, irracionales y, principalmente, inhumanas. Encima, las muertes del comunismo no se reducen solo a la gestión de la URSS; también a la de China, Camboya, Cuba, Venezuela y otros que, en total, según muchos escritores, han dejado una marca de mil quinientas millones de muertes humanas. Lo más triste es que los mismos autores no están seguros de las cifras, lo que torna la realidad de todas esas víctimas aún más aterradora.
Ahora bien, ¿la historia se repetirá? ¿Millones perecerán bajo el nombre de una ideología? ¿Cederemos nuestra propia soberanía? Las respuestas a estas interrogantes se encuentran en nuestro interior, mas no en otra corriente ideológica. Resulta difícil, sin embargo, inspeccionar nuestro propio ser; naturalmente, el miedo a expresarnos puede sobreponerse a nuestra voluntad; pero lo peor que podemos hacer es evitar la posibilidad de cuestionar una idea, diferir con esta y criticarla.
Si bien es cierto que una ideología puede funcionar como un instrumento para ubicar en qué hemisferio político o económico nos encontramos -como la izquierda y la derecha-, resulta peligroso conformarnos con todas sus ideas porque, al final, los beneficiados no seremos nosotros; serán los que aprovechen el apogeo de dicha ideología. Dejemos de caer en retóricas políticas, religiosas o, peor, ideológicas que nos desinformen. Ya estamos conscientes del daño a la humanidad que la ignorancia conlleva, pero lastimosamente preferimos creerle al ideal antes que pensar.

Estudiante de Segundo Año de Ciencias JurídicasMiembro del Club de Opinión Política Estudiantil (COPE)