Desde los ancestros circenses del actor enmascarado, la estirpe siguió usando los antifaces permanentes en su oficio del arte de la risa, la magia, la farsa y los encantamientos. Y siempre fue la misma historia.
Las máscaras vivientes siguieron robando el sueño de aquellos que se escondían del mundo y de sí mismos, huyendo quizá de su propio destino o de su desvanecida risa. Como dije antes, el último Mascarada aprendió desde temprana edad a vivir dentro de aquellas múltiples y seductoras caretas.
Quizá en un desesperado intento de recobrar la risa que alguna vez perdiera en la arena lejana del circo y de los tiempos. La primera máscara que usó el hombre sin rostro fue la del pequeño bufón que interpretó en su infancia e hizo reír y olvidar su pena a las multitudes.
Ello se dio por un suceso doloroso y sobrenatural: había nacido trágica y misteriosamente sin rostro. Esto le obligó a usar toda su vida los tristes antifaces de la comedia.
Haciendo reír a las audiencias el pequeño payaso recobraba tal vez su risa perdida al nacer. De esa forma pagaba a la vida con una oculta risa su tristeza. El arte más noble -se ha dicho- es hacer feliz a los demás. Como hacer reír a la vida y al mismo destino. Aunque quien les haga reír sea el mascarón de cuero o de látex. (VII) <“La Máscara que Reía” de C. Balaguer>