Fatigado de tanto morir, se durmió, rendido, bajo la sombra de unos helechos. Al despertar —después de haber soñado con tigres que salían de su pecho— buscó un estanque de agua clara. No era la sed la que le condujo al manantial, sino el deseo de ver su rostro en la superficie del agua. Dorado y brillante como el oro que pagó al destino, su rostro era el de la misma quimera, relatora de enigmas. Kania quiso gritar en la soledad del erial, pero de su garganta sólo brotó el mismo rumor del viento en las montañas. Quiso huir de sí mismo, palpando constante y ansiosamente su rostro, sus fauces, sus blancos y afilados colmillos de animal eterno. También palpó su lengua, con la que pronunciaría los enigmas fatales a sus víctimas, aquellos que morirían al no resolver el acertijo. “Vengo a matarte —dijo Kania a la quimera, cuando la encontró en su guarida. He de asesinarte, porque tienes mi mismo rostro, la misma sangre, el mismo palpitar en las venas, la misma voz del viento. Somos uno solo: los mismos ojos; el mismo deseo inaudito.” (IV) <de “La Esfinge Desnuda” -C.B.>
Encuentro con la esfinge
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