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El señor de las fuentes del tiempo

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Por Carlos Balaguer |

Un día la montaña sagrada dijo a Rhuna, el arquero de la piel de tigre blanco: “Hace muchos años, un rico mercader de las tierras bajas te llevó consigo cuando eras niño y no sabías hablar, sólo llorar y sonreír. Hoy vuelves a mí, hablando muchas lenguas. Sabes hablar con el desierto, con los gigantes y con las montañas. Pero olvidaste llorar y sonreír. Te fuiste niño y vuelves tigre. No sé dónde dejaste al hombre por venir buscando el monte de su turbada ilusión. Soy el reino que perdiste y vuelves a encontrar. Escrito estaba que Rhuna —el hombre errante del erial— volvería a Rhuna, el majestuoso monte de la imaginación. Ven a mí, encantador de serpientes. Debes fundar el último reino en los montes.” El engaño de Kania fue creer que aquel dorado feudo en los montes lejanos era suyo. Que un solo hombre pudiera poseer tanta grandeza. Él, que sólo era parte de una fantasía o de un lejano cantar de gigantes en la llanura trágica de Uma. Uno más de los extraños y fugaces habitantes del eterno Erial. La sombra inmensa y fugaz de un sueño. En el mismo monte de su grandiosa ilusión, Rhuna encontraría las fuentes del tiempo. Después de eso llegaría a creerse el “Señor de las fuentes”. No obstante, sólo sería un rhuno más que regresaba a su región natal. Encontró las minas de oro de las cuales hablaban los mapas y fundó con sus ancestros tribales un apartado imperio del que muy pocos supieron. (LXXI) <de “La Esfinge Desnuda” -C.B.>

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