El Salvador con bandera blanca

Lo que sí es cierto es que en un país pobre como el nuestro, gastar en helicópteros, gasolina e innecesarios despliegues mediáticos, es botar a la basura un dinero que es urgentemente necesitado en nuestros hospitales públicos.

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Vista aérea de Santa Tecla. / Foto EDH - Archivo

Por Max Mojica

2020-08-03 5:45:48

Una bandera blanca tiene muchos significados, dependiendo de la circunstancia en la que se enarbole. En el marco de un conflicto bélico significa que el enemigo se ha rendido, quiere dialogar o simplemente busca paz. Lamentablemente, en El Salvador adquirió un significado diferente.

Las banderas blancas que son exhibidas en las calles y carreteras por nuestros hermanos salvadoreños menos favorecidos dejaron de ser un símbolo de paz para convertirse en un grito desesperado de auxilio. Familias enteras a la orilla de las calles, bajando de los cantones a dónde no llega ningún tipo de ayuda privada, menos la oficial —quizás por que no resulta tan atractiva la pose para ser posteada en redes sociales— bajan a la orilla de las carreteras para mostrar su bandera blanca como un grito sordo: ¡tenemos hambre!

¿Somos tan ciegos como para no darnos cuenta de que nuestros hermanos salvadoreños, ya pobres de por sí, son ahora más pobres, más necesitados?

La cuarentena causó terribles efectos económicos en la población. Mientras los analistas nos devanamos estudiando cuántos puntos porcentuales del PIB vamos perdiendo, en la contabilización del número de empresas cerradas —quizás para siempre—; en la cantidad de empleos perdidos… nuestros hermanos se enfrentan a una situación mucho más atávica y muchísimo menos sofisticada: el hambre.

Cada punto porcentual que los analistas vemos que pierde nuestra economía, para ellos es una muy tangible tortilla menos en su mesa. Cada error, cada mala decisión de quienes nos administran, cada acto descarado de corrupción, dejan vacía la despensa y la mesa de los —cada vez más pobres—salvadoreños.

¿Abrir la economía nos expondrá al COVID-19? Claro, es una muy alta probabilidad, pero ¿acaso no estamos expuestos ya? Nuestro pueblo está expuesto cuando viaja apretado a lo loco en los “picachos” que utilizan para transportarse en la rebusca diaria de alimentos; transporte en donde el “distanciamiento social” es simplemente una broma de mal gusto.

En los sectores urbanos, donde las motos con “delivery” circulan, los salvadoreños nos reinventamos con el home office y tratamos de observar, en la medida de lo posible, las recomendaciones de las autoridades y de los médicos para evitar el contagio. En esas colonias, cuidamos a nuestros hijos menores así como a nuestros abuelitos mayores, pero en las ciudades y pueblos en donde vender una bolsa de limones es la diferencia entre que los hijos tengan una tortilla sobre la mesa o no… la no reactivación tiene efectos muy diferentes.

Quien ha visitado el centro de San Salvador, Soyapango, San Martín, Ilopango y otros lugares en dónde se concentran miles de hermanos salvadoreños con una condición económica que los hace salir a buscar el sustento diario y en donde ganar $5 al día es una bendición, saben que la cuarentena constituye un lujo que no se pueden dar. Para quienes conocen la muy humana sensación del hambre, saben claramente que todas las cosas —incluso la seguridad personal— caen en un segundo plano versus la enorme necesidad y responsabilidad de alimentar a nuestra familia.

Quizás por ello fue tan chocante ver a un ciudadano llegar a supervisar la persecución militar de los chapulines, viajando en un helicóptero de lujo, acompañado de otros helicópteros militares. ¿Cuánto le costó al erario —que es el dinero de todos— esa visita? Dejémoslo así, hay cosas que es mejor no saber; pero lo que sí es cierto es que en un país pobre como el nuestro, gastar en helicópteros, gasolina e innecesarios despliegues mediáticos, es botar a la basura un dinero que es urgentemente necesitado en nuestros hospitales públicos.

En un país pletórico de necesidades, con tantas banderas blancas que claman por ayuda de forma angustiosa, presenciar despilfarros y corrupción es algo que va más allá de un mero acto condenable legal o políticamente. Es algo que ya incluso coquetea con la teología como un pecado de lesa majestad, ya que lesiona lo más grande que tenemos: nuestro pueblo.

Abogado, máster en Leyes.
@MaxMojica