Después que los monjes salvaron al príncipe fugitivo, cuando la magia celeste lo convirtió en un asno, llenos de contento exclamaron: “¡Un asno cruzará la noche profundo del desierto! Antares tuvo la cara de un animal para los asesinos, pero para aquellos que ven el mundo con el espíritu, tiene el rostro de la bienaventuranza”. El arca sagrada se convirtió en un manojo de pasto y Antares devino en un burro a los ojos de sus captores. Los mismos que se burlaron al ver al pollino junto a los beatos. “¿Ese era el príncipe que buscábamos? —dijeron—. ¿Los rhunos acaso tendrían un burro por emperador?”. Fue así como volvieron a salvarse las maravillosas cartografías de aquel último reino. Tiempo después, durante una noche del desierto, se apareció a Antares el espíritu de Kanta, el patriarca ancestral, bajo la luz estelar. Señalando el arca, dijo: “Debes llevar contigo celosamente los mapas del reino a la civilización solar de Mu. Yo soy el que fui y tú me continúas. Tu misión es salvar nuestra historia para mañana volverla a conquistar”. “Guardarás contigo los mapas de ti mismo y de tu estirpe —agregó al mensajero—. Suele el ser humano perder su destino en el azaroso Sansara. O cuando olvida la senda que conduce a su ignorada grandeza”. Luego la visión desapareció.
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