El milagro de la serenidad

El padre Grassi no me esperaba —nos contó— pero me atendió luego de escucharme unos minutos. Me hizo cerrar los ojos y repetir la misma oración que el recitaba sin parar: “Gloria al Padre, Gloria al Hijo, Gloria al Espíritu Santo como era en un principio, ahora y siempre por los siglos de los siglos. Amén”

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El momento protagonizado por Javonte Darion Alexander, de 22 años, fue registrado por cámaras de seguridad

Por Jorge Alejandro Castrillo

2019-10-05 11:29:23

No siempre es el mismo lugar, pero siempre es en viernes; como antes lo fue en jueves. No todos podemos estar cada vez, pero sé que todos hacemos nuestro mejor esfuerzo por lograrlo. Por lustros compartimos los años que no se olvidan. Podremos tener décadas de no vernos ni escribirnos, pero la reconexión es inmediata, franca, genuina y espontánea.

Este viernes presentía que no podía perdérmelo. Nos veríamos en ese estupendo restaurante español que descubrí un martes por la tarde, gracias al programa radial en que la peculiar pareja comentaba los sitios que visitaba. Hace calor este viernes, calor de país tropical en eternas vías de desarrollo. Un sol calcinante envía sus rayos con nada de misericordia sobre una ciudad que, desordenada, atrapa a sus habitantes en irresolubles dilemas urbanos: ¿Llegaré más rápido si tomo esta ruta? ¿Encontraré menos carros si subo por esta vía? ¿me dará tiempo de resolver este otro asunto que quería despachar antes del almuerzo? Un tapón de carros resuelve mis incertidumbres obligándome a transitar a vuelta de rueda. Apenas me deja tiempo para llegar a tiempo, de hecho, con anticipación suficiente. Arribo el primero. Aparco confiado mi carro sabiendo que la común y desangelada fachada del restaurante —recuerdo que así la describió la radial pareja— esconde un auténtico oasis sensorial.

El exquisito ambiente del lugar me relaja no más cruzar el umbral de la puerta.

Poco a poco van llegando las canas, las calvas, las barrigas, los abrazos, los recuerdos, la alegría y las risas de los amigos. La apacibilidad del ambiente y las delicias de la cocina (ordene lo que ordene, su paladar se lo agradecerá: yo me regalé unos higadillos al jerez que solo recordarlos me vuelve a hacer aguas la boca) obran su magia: en minutos reímos recordando aquellos años, oyendo de trabajos, de viajes, preguntado por quienes algunos no hemos visto y tal vez los otros sí, recordado amigas, hermanas, novias de ayer.

El sosiego del lugar nos envuelve en fraterna intimidad. Hay entre nosotros uno que, hace años, hizo extraer de sí un riñón afectado de cáncer incipiente. Hace meses, en otro muy largo y marino almuerzo, me comentó sotto voce y con ansiedad contenida que el cangrejo parecía habitarlo nuevamente, ahora en uno de sus pulmones. Este viernes él ha tomado protagonismo y nos cuenta la agonía vivida tras la confirmación del diagnóstico en la porteña ciudad de los Buenos Aires. Nos relata sin economía de detalles la ansiedad y el temor que secuestraron su vida: el repaso nervioso de sus opciones, la desazón que aparecía cuando el sol se despertaba y que solo se incrementaba a la noche: “Aunque yo me acostara, no lograba dormir. El poco sueño que conseguía no era suficiente y amanecía cansado, sin ánimo, ni paz, ni esperanza: la muerte en vida”. Escuchó hablar entonces de la iglesia de Irineo Portela, en la campiña Argentina, un pueblo de agricultores, donde pasaba vacaciones el Che Guevara, pues los familiares de su padre, los Lynch fueron fundadores de ese pueblo. Desde Buenos Aires habrá más o menos la misma distancia que hay entre esa capital y Montevideo. Irineo Portela es un pobre pueblecillo rectangular de cinco cuadras de ancho por siete de largo, calles de tierra y casas de antaño que acabo de visitar gracias a Google Maps. Se mantiene conectado al país por una vetusta estación de tren y la serpenteante carretera. “Necio como soy no estuve a gusto hasta que me fui a meter allí. El camino es largo y rústico: hay que ascender a esa parte que de turística tiene lo que un calvo de peludo.

El padre Grassi no me esperaba —nos contó— pero me atendió luego de escucharme unos minutos. Me hizo cerrar los ojos y repetir la misma oración que el recitaba sin parar: “Gloria al Padre, Gloria al Hijo, Gloria al Espíritu Santo como era en un principio, ahora y siempre por los siglos de los siglos. Amén”. Era lo único que decía, pero en esa capilla de paredes de piedra, la voz del padre resonaba con potencia. No sé cuánto tiempo estuvimos así. De súbito, sentí sus manos en mi pecho y en ese momento, no sé cómo explicarlo, pero sentí una paz y una tranquilidad que cambió mi vida desde ese mismo momento y no me ha abandonado”.

El amigo nos mandó ese fin de semana su foto con el padre Grassi a la entrada de aquella pequeña iglesia donde se obró el milagro. ¿Lo abandonó el cangrejo? No lo sabemos. Lo cierto es que su vida es, desde entonces y cada día, un pequeño milagro cotidiano.

Psicólogo.