El culturismo en el Siglo XXI

Lo que sí es claro es que este mundo de la posverdad en que vivimos ha pasado de ser “racista” a “culturista”. Tendrá que venir otro ciclo de luchas ciudadanas para que esta nueva forma de clasificar a las personas, dependiendo la cultura que posean, deje de constituir una barrera diferenciadora

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Desde Zaragoza, España los nicaragüenses exiliados portaron cruces y banderas mientras cantaban el himno nacional y entonaban tradicionales canciones de protesta y lucha. Foto EDH / Cortesía

Por Max Mojica

2019-05-27 4:20:59

Hace un siglo, la mayoría del mundo occidental, El Salvador incluido, sostenía que algunas razas, en especial, la raza blanca, eran superiores a otras. Esas ideas llevaron al mundo a vivir la esclavitud, leyes raciales —como la que teníamos en nuestro país que prohibía la entrada a africanos y chinos— y, de forma más siniestra, las que provocaron el Holocausto.

A partir del final de la Segunda Guerra Mundial, los prejuicios raciales empezaron a desmoronarse, aun cuando en países democráticos como Estados Unidos, se mantuvieron vigentes hasta bien entrado el Siglo XX, viviendo una palpable discriminación en perjuicio de afroamericanos, asiáticos, judíos, latinos y, en general, otras minorías de piel roja, amarilla o más o menos oscura.

Ahora nos resulta claro, de acuerdo con las investigaciones hechas por científicos genetistas, que las diferencias entre razas, sean estas chinos, árabes o nativos americanos, son mínimas, lo que ha llevado al mundo entero a desechar el racismo como una forma de conducta social o política aceptable; no obstante, tal como sucede con la Hidra mitológica, se le cortó la cabeza al “racismo”, pero este sentimiento de “rechazo al diferente”, ha resurgido bajo la forma del “culturismo”.

Resulta claro que, si bien es cierto somos iguales genéticamente, un habitante del desierto del Kalahari será culturalmente diferente a un estudiante de la Universidad de Oxford; asimismo, un alumno de una escuela pública en Chirilagua, San Miguel, observará patrones sociales y educacionales sustancialmente diferentes a un alumno de una escuela pública de Berlín, Alemania. Entonces, ¿cómo tratar estas diferencias?

La teoría nos dice que, debido a que todos somos iguales, entonces tendríamos que estar dispuestos a “celebrar la diversidad” y vivir en un ambiente de tolerancia, apertura y armonía. De esa forma, las sociedades deberían pasar por alto las diferencias propias de las culturas y aceptar de forma empática todo aquello que nos parece extraño, sean estas derivadas de costumbres alimentarias (comer perro, por ejemplo), sexuales (matrimonios del mismo sexo), o religiosas (aceptar respetuosamente que otros pregonen la reencarnación de un ser místico, como el caso del Dalai Lama); pero, ¿realmente estamos preparados para hacerlo?

Probablemente, la mayoría de los lectores de esta columna estarían de acuerdo con que el actual presidente de Estados Unidos presenta rasgos racistas, al menospreciar la cultura de los inmigrantes latinoamericanos; pero si comparamos objetivamente la cultura WASP (blancos, anglosajones, protestantes), con la que poseemos los latinos (mestizos, católicos), obvias diferencias saltan a la vista, en términos de ética laboral (puntualidad, nivel educativo) y cultura de respeto a las leyes y normas sociales. Entonces, sobre la base de esas diferencias, los gobernantes y las leyes han mutado, pasando de ser “racistas” a “culturistas”, es decir, a rechazar a los extranjeros con una cultura diferente al “main stream” o corriente mayoritaria. Pero la pregunta es ¿podemos condenar esa actitud?

Veamos. Si un avión fletado por campesinos haitianos llegase a nuestro aeropuerto y pidiesen asilo. Suponiendo que el Gobierno de El Salvador se lo concediese, y no solo eso, sino que comprase una cuadra entera de casas en la colonia Miramonte, en el pleno corazón de la ciudad, para entregárselas. Y luego, una vez instalados, fundaran un templo vudú, ejecutaran rituales que involucrasen sacrificios de animales y exigieran a la escuela pública de la localidad que diera clases en creole, junto al español, para no sentirse discriminados ¿lo aceptaría el resto de la comunidad de la colindancia? ¿Habría protestas ciudadanas? ¿Se asimilarían culturalmente sin sobresaltos?

Preguntas curiosas, porque precisamente eso es lo que exigen los latinos que emigran a Estados Unidos. Ninguna de estas preguntas tiene una respuesta fácil. Lo que sí es claro es que este mundo de la posverdad en que vivimos ha pasado de ser “racista” a “culturista”. Tendrá que venir otro ciclo de luchas ciudadanas para que esta nueva forma de clasificar a las personas, dependiendo la cultura que posean, deje de constituir una barrera diferenciadora; pero, ¿será posible lograrlo?

Abogado, máster en leyes. @MaxMojica