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Morir de éxito

Como sea, la principal víctima acaba siendo la libertad de los ciudadanos a manos de una violencia más o menos “democrática”.

Por Carlos Mayora Re
Ingeniero @carlosmayorare

Es un secreto a voces que el liberalismo como corriente de pensamiento que se arraiga en la libertad de la persona, y que por lo mismo exalta el papel de la individualidad y del ejercicio de la libertad, está en crisis. De hecho, en bastantes trasfondos culturales en general, y en los que campa el liberalismo en particular, con la excusa de la libertad, los ciudadanos tienen vedado disentir y expresar su disenso.

En la opinión pública, en bastantes tanques de pensamiento, en la mayoría de instituciones académicas alrededor del mundo, en las organizaciones internacionales financiadas por los estados miembros, así como en el interior de cada “tribu” o grupúsculo social aglutinado en torno a una ideología, aquél que se atreva a disentir es proscrito y no raramente expulsado, si no es que se aísla voluntariamente para evitar el destierro cultural, y la desesperación que produce tener que pensar por uno mismo.

Para adelantar una conclusión, diría que el problema no está causado por el exceso de liberalismo (que cada quien haga de su capa un sayo), sino más bien por todo lo contrario: por un inmenso déficit de libertad y por lo mismo de respeto a la opinión disidente.

Algunas manifestaciones son mostradas por medio de preguntas que algunos conservadores posliberales hacen al “sistema”. Por ejemplo: si en las democracias liberales el Estado debe ser neutral respecto a las distintas concepciones de lo bueno o de lo correcto ¿por qué luego toma partido por unas (ideología de género, protección a ultranza de minorías étnicas) frente a otras? Una más: si liberalismo y libertad prácticamente coinciden ¿por qué buena parte de los ciudadanos tienen miedo a decir públicamente lo que piensan? Y otra: si liberalismo y tolerancia -teóricamente- van de la mano ¿por qué algunas personas o instituciones son obligadas mediante coerción legal y amenazas penales a actuar en contra de su conciencia, o del conjunto de ideas sobre las que construyen sus criterios éticos?

Sin embargo, hay quienes -ante la insistencia de los ataques al sistema liberal- no dejan de recordar a esos críticos que no todo el monte es orégano… y traen a cuento la enorme cantidad de beneficios: promoción de una cultura de paz y de convivencia social, protección de los derechos de las minorías, equiparación de todos ante la ley, etc. que las ideas políticas liberales han traído a lo largo de los dos últimos siglos.

Los ataques, sin embargo, no dejan de tener razón, pues el dogmatismo libertario ha terminado por poner en jaque los derechos y libertades, la separación de poderes, el mismo Estado de derecho, la posibilidad de una opinión pública independiente del gobernante de turno, la representatividad democrática en los organismos de gobierno, etc.

No falta quien achaca esa degradación del liberalismo a otro protagonista muy presente en el panorama mundial: el populismo. No el populismo como estrategia de implementación de medidas públicas con el propósito de ganar el voto de la gente, sino el populismo que quita la representatividad democrática a los votantes porque se arroga en exclusividad la interpretación de los deseos de la gente; para lo cual divide la sociedad entre “ellos” (los malos, los mismos de siempre, los corruptos) y nosotros (el pueblo): es el populismo de Trump, de Vladimir Putin y, por supuesto, el de Nicolás Maduro… y también el de todos sus más o menos eficaces imitadores latinoamericanos.

Como sea, la principal víctima acaba siendo la libertad de los ciudadanos a manos de una violencia más o menos “democrática”. En un caso aplastada por un Estado sesgado ideológicamente; y en el otro, por un sistema de gobierno que “para el mayor bien de la mayor cantidad de personas” destruye el sistema de separación de poderes y se hace más tirano que el peor de los déspotas que haya habido.

Ingeniero/@carlosmayorare

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