La muerte de la política

En ellos son frecuentes los insultos a sus adversarios, la marrullería, la arrogancia y el desparpajo…Sin embargo, esos exabruptos no son muestras de inmadurez o mera zafiedad, ni son errores o ingenuidades, sino parte de su estrategia.

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Foto cortesía PNC

Por Carlos Mayora Re

2021-10-29 6:11:33

Daniel Inerarity, profesor de filosofía política en la Universidad del País Vasco, publicó la semana pasada en La Vanguardia un artículo que tituló “La radicalización de los conservadores”, en el que recoge algunas características de lo que él llama extrema derecha, pero que pueden generalizarse sin problema a cualquier corriente de pensamiento político que tenga como ADN el elitismo y el autoritarismo.

Concretamente, identifica tres rasgos: “una actitud nada conservadora, un belicismo radical frente al adversario, y un desprecio hacia las reglas comunes”. Características que instaladas en el poder vienen a significar en primer lugar la muerte de la actividad política en cualquier sociedad donde se instalen; y en segundo término, la entronización de la tiranía, sin más.

El autor explica esa actitud nada conservadora indicando que, lejos de querer preservar los valores tradicionales, o al menos rescatar los que se han perdido en la maraña de valores al uso, quienes se hacen con el poder y no tienen pesos ni contra pesos que les moderen, buscan -a su favor- una transformación rápida y completa de la sociedad que gobiernan, desplegando un afán de ignorar todo pasado y desarrollar una nueva agenda en todo lo público.

La segunda característica: el desprecio al adversario, se asienta en el convencimiento de que ellos son los elegidos. No es que critiquen o descalifiquen lo que haga la oposición, sino que llanamente deslegitiman radicalmente que pueda siquiera pensar en gobernar. Todo lo que se les oponga: la Constitución, el sistema de partidos políticos, la división de poderes en el Estado, las instituciones, etc. está por debajo de su “derecho” (legitimado por los votos) de gobernar.

Pero donde se retratan de cuerpo entero es en su sistemático desprecio de las normas, cualquier norma: política, legal, económica… cualquier regulación que se oponga a su capricho. Una ruptura de reglas que se convierte en entusiasmo entre sus seguidores y desesperación entre quienes, simplemente, pretenden ser decentes.

En ellos son frecuentes los insultos a sus adversarios, la marrullería, la arrogancia y el desparpajo…Sin embargo, esos exabruptos no son muestras de inmadurez o mera zafiedad, ni son errores o ingenuidades, sino parte de su estrategia. Por eso dice Inerarity “su éxito consiste precisamente en que no hacen lo que debería hacerse, y de ese modo alteran todo el mapa político” destruyendo “cualquier espacio de percepción común al qué apelar y sobre el qué entenderse”.

Es decir, se trata de la destrucción del espacio de entendimiento público, de espacios de diálogo, de normas y valores compartidos y, por lo mismo, la muerte sin más de la política como modo de dirimir controversias y dilucidar el mejor modo de convivir en sociedad. “Cuando cuestionan lo políticamente correcto están haciendo algo formalmente democrático (…) pero no lo hacen con el ánimo de negociar una nueva norma compartida, sino con la intención de situarse por encima de cualquier norma”, añade el autor.

Quienes no están de acuerdo con ellos se equivocan también al señalar sus incongruencias, su falta de coherencia, su prepotencia, o -simplemente- sus desaciertos políticos o administrativos; pues, por una parte, una buena parte del electorado celebra esas torpezas al entenderlas como desafío al estatus quo; mientras que por otra, todo lo que se señale se hace desde un campo de juego que ellos (y sus secuaces) simplemente desprecian.

Confrontarles ideológica o políticamente tendría sentido si hubiera un lugar de reglas comunes, un acuerdo político sobre el que se fundamentara la sociedad. Pero, al no haberlo (pues ellos se han encargado de destruirlo, marcar la cancha, establecer las nuevas reglas, y comprar el árbitro), tratar de razonar o apelar a las leyes, las instituciones, o el Estado de Derecho es inútil.

En este caso, concluye el politólogo “aceptar las reglas del juego que define el adversario es la peor manera de dar la batalla por perdida”.

Ingeniero/@carlosmayorare