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OPINIÓN | Mario Vega: Los populismos y sus líderes

En la deificación del líder que construyeron, los ciudadanos crearon las condiciones para hacerlo distante, inaccesible e infalible. Para no contradecirse a sí mismos no les queda otra que el silencio. Hasta que llegue el momento del despertar.

Por Mario Vega

El fascismo y el populismo pertenecen a una misma familia política. Aunque existen diferencias entre ellos, ambos movimientos proponen una tradición autoritaria, de tono antiliberal y antiilustrado. Esta es la tesis que el historiador Federico Finchelstein plantea en su libro “Del fascismo al populismo en la historia”, en el cual desarrolla de manera detallada y paciente su propuesta. Si bien reconoce que en algunos momentos los populismos pueden adoptar posiciones en contra del fascismo, en el fondo, comparten su desconfianza hacia la institucionalidad democrática y hacia su capacidad de gestionar adecuadamente los intereses de la colectividad. En su lugar, ambos proponen la idea de que la nación es un sujeto que se define como una comunidad orgánica y cuya representación no puede darse a través de los mecanismos democráticos sino a través de líderes que tienen una intuición cuasi divina del sentido colectivo.


Es así como se establece una relación muy estrecha entre el populismo y los líderes que lo encarnan, tan estrecha que los diversos populismos pueden ser reconocidos por el nombre de su respectivo líder: peronismo, gaitianismo, kirchnerismo, chavismo, trumpismo, etc. Los populismos llegan al poder ganando elecciones y adoptando formas de representación democráticas pero, paralelamente, fortalecen la figura del líder de manera obsesiva promoviéndolo como el mejor intérprete de la voluntad del “pueblo”.


Bajo los populismos se anima a los ciudadanos a renunciar y rechazar los sistemas de control y de equilibrio de poderes para colocar la confianza total en las intuiciones del líder sin más, porque él así lo solicita. Una vez alcanzado ese nivel, el líder se enfoca en una política de cambios constantes que dan la apariencia de mejora y progreso, aunque en la realidad, las condiciones objetivas de la población se deterioran. Aún así, se refuerza la idea de que hay que confiar en la voluntad del líder, la cual no necesariamente está basada en competencias comprobables. La confianza se basa más bien en una fe religiosa que se adentra en el campo de la providencia y lo esotérico, pues no tiene asideros materiales verificables.


Los electores sufren una mutación de la conciencia imperceptible, comienzan por dotar al líder de legitimidad política al convertirlo en su representante por medio del voto libre. Pero, en el camino, desarrollan la idea, que se vuelve convicción, de que la voluntad del líder puede ir más allá del mandato de representación política e invadir otros ámbitos privados, incluyendo el de los derechos individuales. Todo eso ocurre a ciencia y paciencia de la ciudadanía porque los populismos sostienen que el líder, por designio natural o divino, conoce mejor que “el pueblo” lo que realmente quiere. Con ello, los ciudadanos renuncian a su voluntad propia y aceptan que lo que necesitan, no es lo que necesitan; sino lo que el líder dice que necesitan y les entrega. Así, las personas celebran la generosidad del líder que les otorga lo que no sabían que necesitaban.

Así se produce un fenómeno interesantísimo por el que los ciudadanos entregan la soberanía, recién ganada en las elecciones, a la voluntad del líder para que con su divina intuición resuelva lo que él determina son sus necesidades y aspiraciones. Algunas de ellas creadas por él mismo con el fin específico de resolverlas, dejando a la población en el mismo punto de inicio, pero con la idea de que lograron un avance. En el traspaso que hacen de su voluntad electoral, no advierten que lo que piensan que fue una conquista se convierte en una rendición absoluta de su autonomía para hundirse en una condición más deplorable que la que pretendieron remediar.


Al igual que el fascismo, los populismos aumentan la participación política en el corto plazo, al mismo tiempo que la minimizan al largo plazo. La idea de la participación política ciudadana significativa se convierte solo en un recurso retórico, pues en la práctica, lo que sucede es lo contrario: cada vez las personas tienen menos espacios para opinar, debatir y demandar. En la deificación del líder que construyeron, los ciudadanos crearon las condiciones para hacerlo distante, inaccesible e infalible. Para no contradecirse a sí mismos no les queda otra que el silencio. Hasta que llegue el momento del despertar.

Pastor General de la Misión Cristiana Elim.

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