Por Hoy, que celebramos el Día de la Madre, uniéndome a las innumerables columnas que van a enaltecerla, quiero yo también recordar con amor y gratitud a quien me dio el ser, me crio, me formó, me proveyó de raíces para no ser arrancada y revolcada por las tormentas de la vida, dándome simultáneamente alas para tratar de volar, para no vivir al ras del suelo, sino aspirando a ser, cada día, una mejor persona.
Fui bendecida con una madre que, en muchos aspectos, fue diferente a todas las de su tiempo. Porque, aunque fue educada como todas las niñas nacidas, como ella, a inicios del Siglo XX, tuvo que desempeñarse, en mucho, de manera muy diferente.
Desde muy niña, ayudando en la crianza de sus 8 hermanos, mamá era excelente ama de casa. Realizaba a la perfección todas las tareas del hogar y, aunque odiaba la cocina, cocinaba exquisitamente. La organización, orden y limpieza de nuestro hogar, eran proverbiales. Con esa misma nitidez manejaba el presupuesto familiar. La costura y las manualidades eran su pasión, por lo que vestidos, cortinas, cubrecamas, mantelería y cualquier otra cosa requerida, salían de sus manos con terminados perfectos y a tiempo. Y hacía todo eso mientras se ocupaba de mantenernos vivos, saludables y educados a mis tres hermanos varones y a mí.
Pero ese mundo, que tanto amaba, tuvo un quiebre doloroso cuando, por razones políticas, mi padre, herido de gravedad, tuvo que exilarse. Ella le acompañó, dejándonos a sus hijos, con enorme dolor, pero plena confianza, en manos de mi abuelo y tías paternas. En ese tiempo, largo y dificultoso, teniendo que adaptarse a un país tan diferente (Estados Unidos), con otro idioma, atendiendo a un enfermo que no podía valerse por sí mismo y a la vez, trabajando en una fábrica de paraguas, lejos de abatirse, ella se creció: afrontó todo con entereza, con amor y, principalmente, con fe.
Y, de todas las infinitas bondades que debo agradecer a mi madre, lo que más le agradezco, es que me haya transmitido esa fe inquebrantable que la llevó a salir adelante en las batallas más duras de la vida.
Mamá iba a misa diariamente y yo la acompañaba. Impensable no rezar el rosario cada día. Su devoción a la Virgen María, en distintas advocaciones, le servían de consuelo y ayuda en todo momento. Para la Cuaresma, buscaba maneras especiales de acompañar el camino de Jesús hacia el sacrificio supremo de la muerte en la Cruz. Pero, más que esas prácticas de piedad, que desde luego nos fortalecen para la vida, su fe se mostraba en sus obras. Procuraba ayudar a cuanta persona podía, especialmente a las mujeres, y si eran de otro país, lo hacía con mayor dedicación, recordándome que ella fue asilada y estuvo sola, pero que buenas personas les ayudaron en momentos muy, muy difíciles. Y, en gratitud por la ayuda que mis hermanos y yo recibimos, cuando nuestros padres tuvieron que dejarnos, pagó la educación escolar de tres varones y una niña, paralelamente con la nuestra. Al graduarnos todos, supe que se hizo cargo de apoyar a un seminarista para que realizara sus estudios hasta convertirse en sacerdote.
Por todo eso, mamá, cada oración que pronuncio, cada buena acción que intento realizar, son obra tuya. Gracias infinitas, mamá. Te amo.
Empresaria.