Dark

descripción de la imagen
El proyecto audiovisual comprendió dos años de trabajo y un mes y medio de rodaje. / Foto Por Cortesía Cine de Plano

Por Daniel Olmedo

2019-07-11 4:40:17

Es una serie producida por Netflix. Va por su segunda temporada. Ver cada episodio resulta tan agotador como fascinante.
Todo ocurre en una pequeña ciudad alemana flanqueada por un planta nuclear y un siniestro bosque. Han desaparecido unos niños, pero la pregunta no es dónde están, sino cuándo.

Resulta que por motivos misteriosos, que poco a poco se van develando, existe un portal por medio del cual se puede viajar en el tiempo. Se viaja de treinta y tres en treinta y tres años.
Y ahí comienza el rompecabezas mental. Diferentes personajes van y vienen al presente, pasado y futuro intentando solucionar distintos conflictos. Pero las cosas que hacen son simplemente los detonadores que provocan los eventos que pretenden evitar.

Ese parece ser el gran mensaje de Dark: Somos títeres del tiempo. Lo explica mejor y con más crudeza Claudia Tiedeman, uno de los personajes de la historia, cuando se dice a sí misma: El libre albedrío es una ilusión.
Dark no es ciencia ficción. Es terror.

Y es que imaginar que no somos dueños de nuestro destino resulta pavoroso. Lo fascinante de Dark es que a través de la historia nos inocula la duda sobre si somos o no libres. ¿Qué pasaría si hay alguien que marca nuestra historia, y nada podemos hacer contra ello? A partir de esa reflexión emerge la angustia, el vacío, el miedo. Al conseguir esa sensación en los espectadores, los directores logran que estos valoren algo que tienen al alance de su mano: la libertad. Si logran eso en un espectador, pueden decir misión cumplida.

El tema no es innovador. Pero siempre es refrescante volver a encontrarlo en nuevas expresiones artísticas. Borges ya nos presentaba esa inquietud en su Ajedrez; nos decía en ese poema: “Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada/ reina, torre directa y peón ladino/ sobre lo negro y blanco del camino/ buscan y libran su batalla armada./ No saben que la mano señalada/ del jugador gobierna su destino,/ no saben que un rigor adamantino/ sujeta su albedrío y su jornada./ También el jugador es prisionero/ (la sentencia es de Omar) de otro tablero/ de negras noches y de blancos días./ Dios mueve al jugador, y éste, la pieza./ ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza/ de polvo y tiempo y sueño y agonía?”.
¿Y si no somos libres, qué somos? Ser las piezas de un ajedrez divino simplemente nos deshumaniza. Y es precisamente esa reflexión la que nos lleva a concluir que sin la libertad, nada somos. La libertad nos hace humanos.

Es nuestra esencia.
Somos más que bípedos sin plumas. Somos libres. Y es eso lo que nos distingue del resto de la creación.
La dignidad humana es un éter compuesto por distintos valores: igualdad, seguridad, y libertad. Pero es probable que de entre ellos sea la libertad la que prevalezca. Gregorio Peces-Barba, un prestigioso filósofo del Derecho, a pesar de su reconocida militancia socialista, afirmaba: “La libertad es el referente central para fundamentar los derechos, y tanto la igualdad como la seguridad y la solidaridad tienen que identificarse y definirse en relación con ella”.
Es cierto que los principios y derechos que emergen del valor libertad no son absolutos. Están sujetos a límites. Pero hay que tener mucho cuidado con los límites que se construyen a la libertad. Es poco frecuente que éstos se nos impongan; suelen venderse a las sociedades justificándolos en los fines más nobles y altruistas, invocando el bien común. Y es muy fácil cruzar la línea que pase de limitar razonablemente la libertad a deformarla.

Abogado @dolmedosanchez