El cazador de auroras y espejismos siguió oyendo la voz de las montañas ardientes. “No es el graznar de las aves errantes, ni es el cantar del viento —se dijo a sí mismo—. Tampoco es el rugido del trueno ni mi voz que repite el eco del abismo. Es la voz de la montaña que pronuncia mi nombre y el nombre de las cosas sagradas. Es la voz de mi dios interior. Diciéndome que he llegado al final de mí mismo. Como vuelven los peces y las lluvias desde el mar. Que en verdad no soy dueño de esta tierra olvidada, remoto reino de esfinges cantoras, sino tan sólo amo de mí mismo, espejismo de la divinidad, hundido en mi lejanía. Siempre buscando el Oriente en mi incansable andar sobre el “marga” (sendero) de mi infinita locura. Esa de creerme montaña y eternidad, cuando en verdad sólo soy su tiniebla”. Los mapas trazados en piel de gacela, decían que el reino de Rhuna, era tierra de esfinges, diosas del enigma, con cuerpo de león y rostro de mujer, como el mismo destino. Nefastas cantoras que asesinaban a quienes no respondieran sus acertijos fatales, cubriendo de tristeza la fugaz gloria humana. Rhuna, el hombre del regreso, había vuelto a ese apartado mundo de quimeras a devolver los mapas de la vasta región a los de su estirpe olvidada. Como volvían desde el mar las lluvias viajeras del sueño y la imaginación.
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