Choque entre dos mundos

“¿Cuál es el máximo honor que una sociedad organizada la puede conceder a un ciudadano? Pues elegirlo para administrar un país, ¿o me equivoco? A pues, para muestra un botón, nuestros últimos presidentes no tienen título universitario, en particular, los últimos tres no hablan otro idioma, y el mero mero que acaba de entregar la guayaba, dice que era profesor pero nunca nadie lo vio dando clases”.

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Marlon Cigueran, 25 años, tiene varios años de trabajar cortando jocote. Fotos EDH / Insy Mendoza

Por Max Mojica

2019-11-03 8:48:28

El joven reposaba sobre la banca del parque. Reitero “reposaba”, ya que la expresión “estaba sentado sobre”, no alcanza a describir el nivel de arrobamiento que el susodicho exhalaba desde su privilegiada ubicación. La banca -y por extensión, toda su persona- recibían de lleno los tibios rayos de sol que el astro rey emanaba en esa cálida y soleada mañana en la luminosa San Salvador.
Un representante de la tercera edad que le gustaba pasear temprano por el parque, reparó en el joven que ocupaba “su” banca y, como quien no quiere la cosa, se paró frente a él y lo saludó.
“Buenos días joven”, dijo con voz firme el anciano retirado, “¿y usted que no debería estar a esta hora en el trabajo o en la universidad?”, le inquirió a quemarropa. Una de las características de las personas mayores es que no se andan por las ramas para decir lo que piensan, al fin y al cabo, ya se ganaron el derecho de piso.
El joven, sin voltear a ver a su interlocutor y sin retirarse las gafas oscuras, a duras penas masculló un “buenas”, a manera de displicente saludo. De paso agregó: “Mire señor, favor hágase a un lado que me da sombra”.
Espoleado por la curiosidad, el anciano se sentó a la par del vago y le espetó: “Mire, jovenazo, a su edad, yo estudiaba en la universidad y trabajaba. Estaba ahorrando para casarme y para comprar mi casita. De paso, me quemaba las pestañas para poder después aplicar a una beca para pagar mi maestría. A ver cuénteme, ¿cómo es eso que un joven tan sano y pollón como usted está aquí en el parque perdiendo su tiempo?”.
“Mire, maestro”, contestó el joven con altivez, “no estoy perdiendo mi tiempo, me estoy preparando para el futuro”.
Al anciano casi se le cae la placa de la impresión. “A ver cuénteme, ¿cómo es eso?”, inquirió el octogenario interesado.
El joven se dignó a gastar unas calorías extra para accionar los músculos de sus vértebras cervicales y así voltear a ver a quien le hablaba, y quitándose los anteojos oscuros con un gesto calculado, inicio su perorata.
“La situación ya no es como antes. En el siglo pasado se les educaba a ustedes con esa arcaica idea que, para prosperar, ser alguien en la vida y alcanzar fama y fortuna, se necesitaba estudiar y trabajar. Eso ya está superado y si no mire a su alrededor”.
“¿Cuál es el máximo honor que una sociedad organizada la puede conceder a un ciudadano? Pues elegirlo para administrar un país, ¿o me equivoco? A pues, para muestra un botón, nuestros últimos presidentes no tienen título universitario, en particular, los últimos tres no hablan otro idioma, y el mero mero que acaba de entregar la guayaba, dice que era profesor pero nunca nadie lo vio dando clases”.
“Si nos vamos a la mayoría de los ministros y diputados, la situación no es muy diferente: casi ninguno tiene título en algo, en cualquier cosa, y algunos hasta les cuesta leer. Pero ahí están, con todo y todo, dirigiendo al país”.
“Entonces, mi estimado, si ya me captó la idea, progresar aquí en el país es como ir en un ascensor. Si usted está en el lugar correcto en el momento correcto ‘cuando la puerta se abre’, y sabe qué botones tocar, entonces va a subir bien fácil hasta a donde usted o las circunstancias del momento lo quieran llevar”.
“Otros -dijo, mientras se miraba las uñas- que no son amigos, ni amigos de los amigos, ni correligionarios, ni parientes, ni nada, del mero mero de turno,… pues a esos si les toca ‘subir por las gradas’. Para ellos, que están en la empresa privada, les toca yuca. Tienen que estudiar y prepararse, por que ahí nadie regala nada”
“Ya ve entonces -dijo el joven, sonriendo satisfecho y volviéndose a poner sus gafas-, esa es la razón por la que estoy en esta banca. Estoy esperando que se abran las puertas de mi ascensor”.
El jubilado miró al joven con algo de lástima. Sin decir nada ni despedirse, se levantó de la banca para continuar su paseo, y para sí mismo masculló “pobrecito mi país…”.

 

Abogado, máster en Leyes.
@MaxMojica